(Mención honrosa - Concurso “El Cuento de las 2008 palabras” – Editorial Mesa Redonda)
Un otoño nublado como pocos, allá por el año 1992, mi trabajo en la revista Realidad parecía haber llegado a su fin. Mi artículo sobre los sobornos en el Instituto Nacional Penitenciario le había costado caro a la editorial, porque todo lo que concluí en mi investigación había resultado ser falso y la demanda por difamación que se planteó no fue cosa de poca monta.
Aquellos días fueron psicológicamente nefastos. El fantasma del despido inminente se asomaba por mi comedor en el desayuno, almuerzo y comida; a decir verdad, no comprendía por qué tardaba tanto en pedir asiento junto a mí. Solo se me ocurría que, debido a mi presunto mal estado de salud — hipocondríaco desde el biberón, llevaba siempre en el bolsillo una gragea para cualquier cosa —, algunas contemplaciones conmigo podrían haberse tomado. Hasta que un martes por la mañana fui llamado, finalmente, al despacho del director.
— Tengo un trabajito para usted, Gutiérrez. Aquí hay un boleto para Madrid y quinientos dólares para gastos. Verifique que su pasaporte esté vigente. Partirá usted mañana temprano.
Enmudecí. No comprendía nada. En vez de botarme como a un perro me ofrecían un viaje. Y entendí menos aún cuando escuché la extraña comisión que se me estaba encomendando.
— Deberá Ud. entrevistar a la señora Josefa o “Pepa” Flores. Nadie conoce exactamente su paradero. La última vez que se le vio fue a raíz de su segundo divorcio. Pida datos al semanario Voces, ellos le tomaron la última fotografía disponible y podrán darle pistas.
— Perdón… ¿Josefa Flores? — pregunté, intrigado —. ¿Es acaso una diplomática importante o… alguna personalidad política, tal vez?
El director me miró con cara de hiena a punto de atacar.
— ¡Doña Josefa Flores, la de los gorgoritos, es más conocida allá que el vino sevillano, Gutiérrez! No más preguntas, tómelo o déjelo. Ahora salga, que estoy ocupado.
Sin responder, salí y cerré la puerta. El “tómelo o déjelo” era un ultimátum. Las reglas de la revista eran estrictas: periodista que no aceptaba un trabajo era despedido sin contemplaciones. En mi caso, luego del desastre del artículo mencionado, peor aún. Por tanto, hice rápidamente las maletas y me dispuse a salvar mi pellejo entrevistando a la fulana esa, que no sabía quién era, como tampoco sabía qué diablos era eso de los gorgoritos, pero ya lo averiguaría más tarde.
Solicité por teléfono una cita con uno de los editores del semanario Voces: les informé que era un periodista peruano que iba a llegar a Madrid dentro de dos días, en procura de datos para efectuar una entrevista. Me fijaron como fecha el jueves a las 4 de la tarde, yo llegué al aeropuerto de Barajas al mediodía.
Tras registrarme en el hostal Gran Duque, acudí a las instalaciones de Voces. Allí me recibió un cuarentón que podría calificar como el típico colorado español; yo había entrevistado europeos antes, pero ante su presencia me sentía tan inseguro como un párvulo entrando por primera vez a un kindergarten.
— He sido comisionado — expliqué, tosiendo — para entrevistar en exclusiva a una señora de nombre Josefa Flores. Como ustedes son los últimos que la han fotografiado, pensé que…
Una secretaria, que se hallaba tajando lápices en un escritorio contiguo, no pudo evitar hacer una mueca que parecía una sonrisa. El editor empezó a reír.
— Disculpe… ¿dijo usted Josefa Flores? — dijo finalmente el cuarentón, luego de tomar un gran sorbo de agua —. ¡La camarada Pepa Flores, la malagueña, no le da entrevistas a nadie! ¿Me oye? ¡A nadie! El día que el Señor se la lleve, a San Pedro le va a costar un buen fajo sacarle su nombre y apellidos. ¡Punto!
Quedé estupefacto. Me habían jugado muy sucio. Pero no iba a rendirme. Pedí más datos. A través del editor me enteré de que de niña, allá por los inicios de la década de los sesenta, había hecho películas, que se había convertido en un fenómeno, que se convirtió al comunismo y posteriormente, luego de mandar todo por el drenaje, y ahora vivía en su terruño natal, alejada de todo, junto a su tercer esposo.
—Pero mejor ahorre su billete para Andalucía — añadió, finalmente, el editor —. Lo más probable es que lo manden a tomar por culo, colega.
Tanto insistí, que terminó alcanzándome una tarjeta con la dirección de un restaurante, donde se le podría hallar, y un número de Voces con la dichosa foto. Llamé a mi revista: le dije al director que debía viajar a Málaga, por lo cual necesitaba más dinero. El miserable me dijo que tome un autobús, más aún, que me apresure porque me quedaban tres días de plazo. Hice lo único que podía hacer, es decir, morir en mi ley. La mañana siguiente, muy temprano, tomé el maldito autobús y llegué a la costa luego de seis fatigosas horas. No pensaba quedarme más de una noche allí, de modo que me dirigí inmediatamente a la dirección escrita en la tarjeta.
A punto de entrar al restaurante, me acometió un nuevo acceso de tos. Los malos cigarrillos nacionales y los lonchecitos insalubres del centro de Lima debían ser los culpables, pensé. Juré que acudiría donde un facultativo a mi regreso, como tantas otras veces, y me senté en una de las mesas.
— ¿Qué se va a servir, buen hombre? — me preguntó una mujer bajita.
No sabía qué pedir, de modo que ordené lo primero que vi en la carta. Cuando la empleada regresó con el pedido, le pregunté quién era el dueño del lugar.
—Doña Josefa Flores, por supuesto. Se nota que es usted extranjero…— respondió, sonriente.
— ¿La de los gorgoritos?
Un silencio terrible siguió a aquella pregunta. Una pareja, que se hallaba en una mesa cercana, se me quedó mirando. Instintivamente introduje dentro del abrigo la revista que llevaba, bajé la mirada hacia el plato, volví a toser esperando que la camarera se largara. Extraje una pastilla roja de mi bolsillo, la engullí, comí con desgano, estaba claro que ya no podría solicitar ninguna información allí. Aguardé a que se apareciera la dueña, pero fue inútil. Salí, caminé e hice preguntas. Me topé finalmente con un hombre quien en un primer momento me pareció muy rústico, pero que sabía algo de espectáculos. El motivo de mi visita a Málaga pareció haberle entusiasmado, porque empezamos a hablar y terminamos bebiendo cerveza en un bonito lugar.
— Aquí too er mundo siente mucho respeto por Doña Pepa — me dijo, para comenzar. Estoy seguro de que si le hubiera dicho que en el Perú teníamos un turrón que se me llamaba igual, el tipo me hubiera acuchillado, de modo que lo dejé hablar. Me comentó que sus películas se vieron no solo en España, sino en toda Latinoamérica y hasta en el Japón, es más, conocía un local donde se estaba pasando una en esos momentos.
Me sentí un tanto sorprendido. Yo debía conocerla entonces, una estrellita así de los sesentas no podía estar tan fuera de mi alcance, a pesar de mis escasos 35 años. ¿Qué podría haber estado haciendo yo aquellos días de mi niñez? Pero no, no la recordaba. Hubo personajes y capítulos que tenía presentes, muchos de esos los recordaba con desagrado, no soy de los que piensan que siempre la niñez provoca nostalgia, sino los buenos momentos, no importa la edad en la que se vivieron; en mi caso, fueron muy pocos.
— ¿Quiere saber quién era en verdá’ Pepita Flore’? Venga conmigo.
Me llevó a un cine de barrio donde exhibían el filme que quería que viera. Lo que se me mostró fue a una niña rubia cantando un fandango, una malagueña rubia en una tierra sembrada de morenas, pero no llevaba el nombre de Josefa Flores, ni Pepa, ni Pepita, sino un seudónimo, si me lo hubieran dicho ya no hubiera estado tan despistado… ¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Tanta prisa tenía el director de Realidad en deshacerse de mí, que no se le ocurrió otra cosa que dejarme en la inopia? Empecé a imaginar cosas. ¿Acaso el editor de Voces estaba en complicidad con el susodicho? ¿Habría más gente implicada detrás de todo esto…?
Y fue entonces, al salir del teatro, que el residente me todo lo que sabía: que a Josefa Flores, la malagueña, la descubrió un tal Goyanes, que le oxigenaron el pelo, que no la mandaban al colegio, que ni un rayo de luz [1] ni de esperanzas de salir de allí brotó en su cielo. Que nunca llegó un ángel a rescatarla, que no fue una nueva Cenicienta con un príncipe buscándola para llevarla en corcel blanco. Que su carita de niña solo era una máscara, su máscara; en resumen, que nunca tuvo el corazón contento como más tarde se empeñó en decirnos cantando.
Y fue entonces, al salir del teatro, que el residente me todo lo que sabía: que a Josefa Flores, la malagueña, la descubrió un tal Goyanes, que le oxigenaron el pelo, que no la mandaban al colegio, que ni un rayo de luz [1] ni de esperanzas de salir de allí brotó en su cielo. Que nunca llegó un ángel a rescatarla, que no fue una nueva Cenicienta con un príncipe buscándola para llevarla en corcel blanco. Que su carita de niña solo era una máscara, su máscara; en resumen, que nunca tuvo el corazón contento como más tarde se empeñó en decirnos cantando.
Pensé entonces en todo lo que yo me quejaba: mi empleo, mi salud, mi vida anterior. ¿Yo me quejaba? Sentí vergüenza. Que un par de chicos me pegaran de pequeño no me había matado, al menos yo pude salir a la calle; que en el colegio me molestaran tampoco, al menos yo pude ir al colegio. Me vi en un espejo imaginario y, de algún modo, comprendí algo que inconscientemente me había negado durante demasiados años: era demasiado joven para falsas enfermedades, pero lo suficientemente inteligente para darme cuenta de que ellas eran el modo que tenía yo de desafiar a la vida a que me matara realmente.
Pero Pepa, Pepita, la sin niñez, la precoz cantaora, la minita de oro de alguien… ¿Quién era el responsable de haber fabricado una muñeca así, velada figurita de porcelana del franquismo? Tal vez Ud. señor Goyanes, explotador, por desvalijarle la infancia a una niña pobre del barrio de Capuchino; o bien Ud., señor Algueró [2], porque sin usted la niña no habría tenido que hacernos creer que la vida era una tómbola; o incluso usted, señor Alfonso Paso, un dramaturgo de su talla haciendo libretos para… Pero ya no tenía tiempo para pensar en eso, el provinciano dijo conocer su domicilio; le dije entonces qué esperábamos, vayamos de prisa: mi cuerpo empezaba a resentirse por el calor infernal impuesto por el terral.
— Tiene Ud. suelte: allí está, mire…
La figura de la mujer, que coincidía con la foto de la revista, contrastaba exorbitantemente con la de la pequeña que acabábamos de ver en el cinematógrafo. Definitivamente, me quedaba con esta última, todo lo demás parecía desvanecerse, tras ver a la pequeña no me importó que después, según mi compañero de butaca, posara desnuda o que su segunda boda fuera apadrinada por Fidel Castro; yo había comprendido suficientes cosas ese día y no tenía derecho a pedirle a esa mujer, quien se aprestaba a entrar en su domicilio, que me diera la oportunidad de salvar mi empleo.
— ¿Sabe usted si alguien, fuera de Málaga, conoce a su tercer esposo? — fue lo último que le pregunté al provinciano.
— Pepa Flore’ solo tiene marío en esta tierra — aseveró —. Para er resto der mundo está casada con la soledá’.
De vuelta en el hostal de Madrid, me dirigí a la mesa de recepción, pedí larga distancia y llamé a las oficinas de Realidad. El director no estaba, pero dejé un mensaje: no habría artículo y regresaría a Lima esa misma noche. Me quedé en el lobby leyendo un diario. No pasó mucho para que me dijeran que tenía una llamada urgente. Estaba calmado: sabía perfectamente lo que me esperaba. Luego, me introduje en mi habitación y, preparando las maletas, el último pensamiento que tuve antes de acostarme y abandonar luego la península fue para una rubiecita que cantaba tanto como su garganta plateada se lo permitiera.
“Y la pobre chiquitina / quisiera ser tan alta como la luna, la luna..."
Dejé mis píldoras reposando sobre la mesa de noche. Me acerqué a la ventana, pero en lugar de la ciudad lo que contemplé fue la pequeña estrella que debía ser la misma que aquella malagueña, hacía muchos lustros, pensó que el destino la había cruzado en su camino y que debía llevar siempre junto a sí.
[1] En cursiva se muestran títulos de canciones o películas de Marisol, cantante y actriz (n. Josefa Flores Gonzales, Málaga, 1948 - )
[2 Augusto Algueró Dasca, compositor y arreglista (Barcelona, 1934 - )
[2 Augusto Algueró Dasca, compositor y arreglista (Barcelona, 1934 - )
Marisol - Chiquitina por pequenobaul
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