viernes, 28 de mayo de 2010

Recital poético - Centro Cultural de España (3)

En el marco del Festival "Palabra en el Mundo", aquí se muestran las intervenciones de Melissa Patiño y Giancarlo Huapaya.

jueves, 27 de mayo de 2010

Recital poético - Centro Cultural de España (2)

En la última intervención de la noche, el poeta, narrador y promotor de la cultura aymara, José Luis Ayala, lamentó que el Día del Idioma Nativo no sea conmemorado por las distintas entidades culturales del país.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Recital poético - Centro Cultural de España (1)

En el marco del festival "Palabra en el Mundo", aquí se muestran las intervenciones de Carolina Ocampo, Alessandra Tenorio y Juan Carlos Lázaro.

lunes, 24 de mayo de 2010

Aspecto de la CASLIT - Mayo 2010

Aprovechando el IV Festival "Palabra en el Mundo", aquí coloco algunas imágenes de la Casa de la Literatura Peruana tomadas en los últimos días.



Fondo musical: Scarlatti: Sonata en F, K 107. Alexis Wiessenberg, piano.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Capricho pekinés

Por algún motivo, Lucas despertó un día con la necesidad de aprender chino mandarín. Tal vez porque siempre le habían fascinado los retos, o por haber encontrado un viejo ejemplar del Man Chi Po con el cual el chino de una tienda del Cercado le había envuelto unas latas de atún días atrás, luego de lo cual quedó fascinado por la caligrafía. Pero sea como fuere, lo cierto es que comenzó a averiguar dónde se dictaban cursos de ese idioma. En ese tiempo las opciones eran poquísimas, de modo que no había lugar para regatear. Aterrizó en un local perteneciente a una asociación peruano-china que quedaba en el límite entre Surquillo y San Isidro. El profesor aceptó a Lucas luego de comprobar que este conocía algunos rudimentos del idioma, como saber decir su nombre o de dónde provenía. Así que el nuevo alumno pagó la matrícula y lo citaron para un jueves por la tarde.

La clase resultó estar compuesta por solamente tres adultos, a los cuales se unían ocho chiquillos de primaria, cuyos padres no tenían como dialecto nativo el mandarín sino el cantonés. De estos niños, había uno muy molesto, al cual el profesor llamaba repetidamente la atención diciéndole “Zhan! Zhan! Zhan!”, que significaba que se ponga de pie y permanezca así. Las primeras lecciones constaron del aprendizaje de los sonidos (“Muo, Puo, Buo, Fuo.".., etc.), seguidas de palabras cortas. Pero el profesor, muy poético él, les pidió a todos que se aprendan algo de los versos de Li Bai, por ejemplo, la Canción de Medianoche. Les hizo notar a todos que los tonos le otorgaban una particular musicalidad a las sílabas, y que era fascinante escucharla en una noche lunada. Por eso hubo de hablar en contra de las traducciones de Guillermo Dañino. “Nosotros agradecemos al señor Dañino, por su deferencia al idioma chino y todo lo que ha trabajado”, decía, “pero las traducciones no son buenas. No es lo mismo, hay cosas que no se pueden traducir”.


Pronto Lucas comprobó que había otras dificultades más aparte de la diferencia cultural. Fue dándose cuenta que aprender chino mandarín en el Lima era tan complicado como aprender serbocroata en Túnez: no era posible hallar alguien con quién hablar. Comprobó, como digo, que más del 85% de los chinos aquí hablan cantonés, incluyendo el tendero que le envolvió las latas de atún. Todos los chifas son cantoneses y la comida obviamente de ese lugar, aunque esto resulta siendo bueno porque la cantonesa es una de las mejores cinco cocinas regionales de Oriente. Peor hubiera sido que provengan de Sichuan, porque cada plato tendría que estar acompañado por un extinguidor. Por otro lado, la colonia china suele ser bastante reservada. ¿Entrar a algún club o círculo de amistades de ese ambiente? ¿Con qué carta de presentación?


Así, poco después Lucas abandonó el curso, pero hizo un último intento en el Colegio Juan XXIII. Allí la profesora era una taiwanesa muy simpática que desde el primer día aclaró que en su isla se enseñaba únicamente los caracteres chinos completos, no el modo simplificado implantado por Mao. Así, Lucas, por buscar un recurso menos expresivo, terminó por caer en una sartén más caliente. Un mes después, todo el amor por la caligrafía y el misterio de las tonalidades del idioma se le habían escapado por los poros, junto con el dinero invertido.


Años después de todo eso vino el TLC con China y la enorme campaña publicitaria acerca de la promisoria relación comercial con ese país. Academias, universidades y hasta colegios particulares empezaron a ofrecer cursos de chino en gran escala, alentados por el futuro intercambio comercial con el gigante rojo. Incluso algunas instituciones aseguraban que ello les proveería a los alumnos de buenas oportunidades laborales en grandes corporaciones. Pero Lucas ya tenía bastante experiencia como para opinar sobre ello. “¿Curso de chino mandarín?”, se dijo, cuando pasó frente a una de esas academias en la avenida Santa Cruz, para comprar algo en Wong, firma que de china ahora solo posee el nombre. “Hablarán con su sombra”, masculló, camino al autoservicio.


Imagen tomada de aquí: http://www.cccc.edu/news/story.php?story=216

lunes, 17 de mayo de 2010

Taxonomía del Homo criticandi

Acerca de esta exquisita especie, surgida poco después de que naciera el papel, pero que pocos han osado catalogar, me permito hacer una clasificación tratando de describir cada clase de forma lo más concisa posible.
El Homo criticandi puede ser clasificado en cuatro categorías distinguibles, las que paso a describir a continuación.

El crítico condescendiente.-
Esta clase de crítico, por lo general, tiene muchos amigos entre los escritores, o en su defecto piensa que debería ser amigo de todos los escritores. Aunque no siempre es así. Muchas veces suele rendir dulía a autores ultramarinos que al columnista le agradan y le agradarán siempre. O bien sienten un arrebato de solidaridad con los noveles. Pero cualquiera sea la causa, lo cierto es que un buen día se mandan con églogas disfrazadas, que parecen lo que sea menos una opinión alejada de "preferencias personales". Veamos un ejemplo:

“Es Luis Mateo Díez uno de esos autores que despiertan pasiones cada vez que publica un nuevo libro, una constante que últimamente comienza a ser habitual. Porque es Luis Mateo Díez un creador de mundos novelescos que nos sorprende ahora en el 2001 con la remembranza de su vida de funcionario, visionada desde su particular atalaya: el Balcón de piedra al que se asoma todos los días desde la ventana de su despacho desde el que no sólo se ve la Plaza Mayor de su ciudad, Madrid, sino el traspaso de la vida desde el blanco y negro al technicolor”

A partir de allí, ya no hay prácticamente nada más que hacer con el resto. Está claro que el crítico ha tomado partido y se halla dispuesto al más llano de los elogios, por lo cual no podrá sacarse una conclusión certera acerca del libro en cuestión. Precisamente por actitudes similares, actualmente incluso algunas opiniones de Rodó se consideran desfasadas, como las referidas a Campoamor, por ejemplo. Por lo general, las reseñas de este tipo carecen de objetividad y, por lo tanto, son de valor dudoso.

El crítico despiadado.-
Este tipo de crítico, antítesis del anterior, no escatima esfuerzos en demostrar ser campeón de lanzamiento de dardos. Su patriarca es, quién lo duda, Juan Martínez Villegas, aquel español que en 1854 calificó a un poema de Espronceda como "poema sin pies ni cabeza, plagado de extravagancias y de ripios que, aun sin estos grandes defectos, sería indigno de la importancia que han querido darle por carecer de originalidad, pues no pasa de ser una copia imperfecta y rastrera del Fausto...", entre otras perlas.
Las opiniones de estos críticos no serán muy descriptivas en cuanto a la obra en sí, pero son expresadas con la suficiente saña para convertirlas en las preferidas de los hematófagos. Por supuesto, el paradigma de los sitios de internet que incluyen este tipo de reseñas sería “La Fiera Literaria”, pero un ejemplo más próximo lo tenemos a continuación, donde vemos cómo Leopoldo de Trazegnies arremete contra la novela de Jaime Bayly, "El cojo y el loco":

“Lo de Bayly es un alegato más, disparatado y narcisista, para justificar su zafiedad sexual. Como todos sus libros anteriores, está escrito desde el resentimiento. Su difunto padre tendrá que esperar y su madre resignarse; su bello niño (salió a ella) sigue queriendo que lo tomen por el enfant terrible de la familia aunque la edad empieza a convertir sus morisquetas en grotescos gestos de payaso viejo. La superficialidad de su texto es tan profunda, valga la paradoja, que causa hilaridad”

Y si les parece que eso es cruel, leamos lo que piensa Jean Mallart acerca de “El índice de Dios” de Roger Wolfe:

“Es la única vez que he tirado un libro a la basura en toda mi vida. Y eso que soy bibliófilo y era un regalo. Antes de leerlo no hubiera concebido la idea de destruir un libro, y menos habiéndomelo dado un amigo. Pero no soportaba tener esa “cosa” ensuciando mi biblioteca ni cometer la crueldad de endosársela a alguien (ni siquiera a un enemigo; mi rencor tiene un límite). Dice el autor que es un libro sartreano. Podemos omitir a Sartre y dejarlo en “ano”, ya que de sus páginas no sale más que mierda".

La importancia que tiene este crítico es que, la mayoría de las veces (aunque no todas), suele tener la razón. Sin embargo, existe cierto aspecto en la personalidad de sus lectores que no toma en cuenta la franqueza de las notas: cierto gustillo por ver cómo el anotador destroza la obra de alguien. Hay mucha gente que coincide en que es más divertido leer desplantes en lugar de alabanzas, pues aquellos son más amenos. Pero a esta gente, por supuesto, no le interesa apreciar las ideas centrales que pueda tener la reseña en sí.

El crítico de alforja y escopeta.-
Bajo esta categoría caen todos los llamados “cazadores de errores”. Escudriñan el libro página por página, para ver si el autor falla en los datos históricos, para destacar si se ha colocado en el texto no una roca sino una piedra de pirámide (como las encontradas en “La cuarta espada” de Santiago Roncagliolo).
Este crítico, en algún momento de su vida, sintió el llamado irresistible de los cuernos de caza a raíz de haber sido estafado por una edición mal hecha, de las muchas que hay, para volverse meticuloso con los párrafos, con los acápites y puntos y coma que suelen olvidarse, sin tener en cuenta que hasta a los mejores médicos se les olvida una gasa dentro de un paciente tras terminar su labor en la sala de operaciones. A partir de allí, luego de haber apabullado los clásicos (empezando con Madame Bovary, a quien Flaubert le cambia dos veces de color de ojos), empiezan a lanzar sus lebreles contra lo que les interesa realmente: lo que recomiendan las librerías. Con qué prolijidad anotan que en una novela de Dan Brown, un albino que se encuentra en Andorra escapa en tren luego de un terremoto, cuando allí nunca hay terremotos y tampoco hay tren; o estallan al notar que en el thriller de Stephen King, "Christine", uno de los protagonistas abre la "puerta trasera" del auto embrujado, un Plymouth Fury del 58, cuando ese modelo solamente tenía dos puertas laterales. O, para no ir tan lejos, hay que ver con qué habilidad descubren que, por ejemplo, Jorge Eduardo Benavides, en su novela “Un millón de soles”, hizo escuchar a Banchero un disco que apareció recién veintidós meses después de su muerte (“My Eyes Adored You” de Frankie Valli), o Luis Freire, en una de sus novelas, al referirse a los intérpretes de “The Sound of Silence”, Simon & Garfunkel, les llama “Garfield y Grandfunkel”, para espanto de los fans del celebérrimo dúo de Forest Hills. Pero algunos van más allá: que ya no se debe colocar tilde en la palabra "esta", que no hay concordancia gramatical entre el sustantivo A y el adjetivo B que está seis palabras a la derecha... El problema con estos profesionales de la opinión es que, por lo general, son tipos a quienes no les gusta casi nada.

El crítico ostentoso.-
Los ejemplares pertenecientes a esta hornada tratan en todo momento de demostrar que se graduaron con un ensayo de 764 páginas acerca de la modernidad-postmodernidad, se saben de memoria el tratado acerca de la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser y, con todo eso en la mochila, se aprestan a apantallarnos con palabras de acepción única y neologismos descaradamente atrevidos. Los lectores no habituados al lenguaje petulante han de leer sus opiniones seis veces antes de sacarles algo concreto. Párrafos como:

“Pero el ruido representa también la mundanidad, en la connotación de superficialidad de ese término, e implica además una noción de comportamiento social irreflexivo casi programático, como forma de oposición o de postulación hiperafirmativa de sí, y hasta de imperativo generacional”

son cosas que el mencionado lector no podría descifrar ni con piedra de Rosetta. Este tipo de material resulta apto para determinada élite, pero no para el comprador promedio que busca saber algo concreto acerca de tal o cual libro. A pesar de ser excelentes para los prólogos, cuando se ponen a divagar a cerca de algún lanzamiento en alguna publicaciión especializada no les sirven de mucho a las librerías y a las editoriales porque, sencillamente, no ayudan a las ventas.

Por supuesto, también habría mencionar al llamado crítico infalible, el que, aparte de no casarse con nadie, suele optar por un lenguaje familiar y siempre acierta con sus opiniones acerca de la calidad de una obra. Lamentablemente, esta clase solamente se conoce por referencias apócrifas y avistamientos aislados, lo que los coloca en el límite entre el descubrimiento sustentado y la ficción científica.

Eso sería todo respecto al llamado Homo criticandi. Fácil es evaluar si esta especie sobrevivirá o se extinguirá: puesto que la tecnología provee cada vez más a estos ejemplares de medios electrónicos que incrementan su capacidad reproductiva, puede afirmarse que su permanencia en el ecosistema literario está asegurada.

viernes, 14 de mayo de 2010

Viviendo de reojo

He aprendido a desconfiar de muchas cosas, porque la desconfianza, aunque muchos no estén de acuerdo, también se aprende. Aprendí a desconfiar de las personas que no verifican su vuelto cuando compran en alguna tienda, para comprobar que no haya ningún billete falsificado, porque probablemente el billete con el que pagaron también es falso. Asimismo de los niños que corren cuando no hay nada alrededor que lo justifique, porque probablemente le acaban de robar la pelota a alguna niña inocente; de las personas que miran hacia arriba invitándome a hacer lo mismo, seguramente para que luego venga su cómplice y me arrebate el reloj, y también de los lustrabotas que insisten en teñir el calzado cuando uno solo quiere una simple lustrada.
En una ciudad poblada de pasajes estrechos, calles sin protección, serenos incapaces y acecho constante, los profesionales de la psiquiatría deberían dejar el concepto de paranoia para otros ambientes, porque aquí hay que mirar para todos lados, llevarse la mano al bolsillo de la camisa cuando se acerque alguien a pedir la hora, y asimilar algo de todas esas cosas que contribuyen a que uno esté preparado no para un acontecimiento inesperado, sino para lo de todos los días, como se puede ver en cualquier periódico por más barato que este sea.
Así, tras largos años de aprendizaje, ahora desconfío de las mujeres que van sin cartera o monedero por la calle, los policías que se detienen a conversar con los choferes de las combis, los que pasan frente a un taladro neumático sin cubrirse los oídos, los que dicen entender al Vallejo de Trilce. También de las mujeres que sostienen niños que no son de su raza, los bañistas que caminan de a seis en las playas, los profesores de los colegios de monjas, las ramas que rechinan en los árboles del Olivar; desconfío de todo lo que alguna vez pueda caerme encima y, finalmente, aprendí a desconfiar de mí mismo, porque no hay nada con mayor capacidad de generar desconfianza que alguien ha aprendido a desconfiar de todo.

Imagen tomada de aquí:
http://www.nationalghosthunters.com/kids.html y de aquí:
http://health.howstuffworks.com/how-stress-works.htm


jueves, 13 de mayo de 2010

Oswaldo Reynoso y el plan lector: "Nos dieron forata"

En la conferencia titulada "Las regiones en la ciudad letrada", realizada en el Centro Cultural de España, el escritor Oswaldo Reynoso habló, entre otras cosas, acerca de su papel en el llamado Plan Lector. Lo acompañan en la mesa Augusto Rubio, Julián Pérez y como moderador Alfredo Villar.

sábado, 1 de mayo de 2010

Adiós, juventud

Dos acontecimientos un poquito molestos para esta semana. El primero, tal vez poco importante: explotó la impresora. Y el segundo: apareció, como un hijo no reconocido que reclama una herencia después de 26 años, uno de los dos cuadernos de poemas que escribí en 1984, cuando estaba en San Marcos. Lo trajo mi madre, que estaba deshaciéndose de cosas tiradas en la azotea del edificio donde viví hasta hace algunos años.
Pensé que esas vergonzosas rimas encadenadas como galeotes ya habían quedado sepultadas en una capa de polvo tan gruesa como la nieve de una avalancha, pero no. Allí estaban, envueltas en un cuaderno Atlas con la figura de un transbordador en la portada, y ni siquiera pudo aparecer el cuaderno menos oprobioso, sino el peor. Parece que la segunda ley de Murphy fuera de veras un axioma: Si en un proyecto hay varias cosas que pueden salir mal, saldrá mal la que más daño haga.
Y es que versos como “Hasta en el desencanto me ilusiono / en perfumar con mis plegarias / tus simples ojos de horizonte” son cosas que obligan a una inmediata desintoxicación con jarabe de Apollinaire o grageas de Rimbaud, pero en la época en que fueron urdidas parecían la receta perfecta para engatusar a la vecinita de al lado de la tienda (de la cual no tengo noticia desde que Mostajo era alcalde de ese distrito). Al respecto, recuerdo bien algo que apareció en Selecciones por ese entonces: “Una carta de amor hace reír a todos, menos a él y a ella”. Eso se puede aplicar, por supuesto, también a los poemas con olor a marshmellow, salvo que en este caso el único que podría reír soy yo, porque esto no se lo enseñaba a mi familia ni con una cimitarra en la nuca.
El asunto que se me planteó fue qué hacer con ese cuaderno, puesto que su quema estaba descartada ya que no vivo en campo abierto. Pensé en embutirlo debajo de los muchos libros que yacen amontonados en un mueble cuyo destino original era guardar fuentes soperas, o disimularlo entre las páginas de una guía telefónica de hace seis años, que reposa en cierta parte de la lavandería a la que nadie osa acercarse por temor a las arañas. Pero, finalmente, decidí que su destino lógico era el regreso a su sarcófago, es decir la azotea del edificio, salvo por un pequeño detalle: el nombre del autor descansa ahora en el anonimato bajo una rotunda raya de marcador negro. Y confío en que allí se quedará... hasta la siguiente generación, al menos.

(Imagen tomada de aqui: seshdotcom.wordpress.com)