domingo, 24 de septiembre de 2017

Un anciano con la blanquirroja

Ese 10 de octubre de 2017, la gente estaba a la expectativa de lo que podía pasar en el campo deportivo. La selección peruana de fútbol había empatado en la Bombonera y todos esperaban el triunfo ante Colombia en Lima. El presidente Kuczynski acudió al Estadio Nacional, para estar allí al término del partido. Las cosas se dieron como se esperaba: Perú derrotó a Colombia y Chile cayó ante Brasil de visita, con lo cual Perú se aseguró la clasificación directa a la Copa del Mundo. El presidente Kuczynski bajó al terreno de juego a agradecer a los seleccionados dirigidos por Ricardo Gareca, luego de lo cual los dejó porque tenía que atender un importante asunto de Estado. 
La gente, en las calles, empezó a organizar las caravanas. En Lima, los hinchas tomaron por asalto el Parque Central de Miraflores, de la misma forma en que lo hicieron cuando Perú clasificó la última vez a un Mundial, allá por 1982. La calle de las pizzas estaba repleta, con televisores de plasma por todos lados repitiendo los goles en medio de una marejada de alcohol en las mesas. A las 11:30 p.m., en el clímax de las celebraciones, los canales interrrumpieron sus transmisiones para dar pase a un Mensaje a la Nación. "... por estos motivos, en aras de la reconciliación nacional, he decidido ejercer mi facultad de indulto prevista en el artículo 118 de la Constitución, y en consecuencia, otorgar el indulto humanitario al ciudadano Alberto Kenya Fujimori Fujimori, por lo cual dispongo su inmediata excarcelación", decía la parte final. Los espectadores hicieron comentarios como "¡Ya ves! Esto es lo que estaban esperando!", etc., antes de que las pantallas nuevamente empezaran a llenarse de imágenes deportivas. 
El fervor por la clasificación continuó, pero en otras partes la indignación empezó a cundir; las agencias internacionales de noticias rebotaban la decisión del presidente Kuczynski, la condena a dicho acto brotó de los labios de los grupos de derechos humanos. Pero en la mayor parte del país eso  no importaba, la selección estaba en el Mundial, eran casi las 12 de la noche y no había más que hacer que celebrar. 
Al filo de la una y media, una turba naranja se aproximó al Fundo Barbadillo para esperar la salida de su líder. Los canales de noticias empezaron a perder audiencia porque empezaron a cubrir el acontecimiento político y la gente quería ver más sobre el triunfo de la selección, de modo que la mayoría de la población no vieron cómo, ante las cámaras de RPP y Canal N, un anciano aparecía en las puertas de la DIROES, deslumbrado por los reflectores y los flashes, pero saludando con una mano a todos sus correligionarios, que se agolpaban llorando de emoción a su alrededor, y más al ver que su amado líder no llevaba encima un traje corriente, sino otra cosa que era más importante aquellas primeras horas del día 11 de octubre: la camiseta nacional, planchada y almidonada, traída de antemano a través de canales oficiales.
En Palacio de Gobierno, el presidente Kuczynski, rodeado de algunos parlamentarios que lo acompañaban en esa noche de gloria del fútbol peruano, le susurraba al oído a su Presidenta del Consejo de Ministros: "Menos mal que clasificaron directo, Meche ... ¿te imaginas si hubiéramos tenido que prolongar esto hasta el repechaje?"

sábado, 25 de marzo de 2017

Las fauces dóciles (Cuento)

El animal que me encargó mi vecino, un inmigrante ruso llamado Andrei, para que se lo cuide mientras estaba de viaje, no parecía un perro, pero él insistía en ello con una sorprendente determinación.
   — Pero, hombre… ¿no lo ves? No será un alsaciano, pero es un animal fino, verás cómo se hacen amigos inseparables.
     — ¿Pero es, de veras, un perro? Ahora me dirás que en Rusia estos ejemplares son comunes.
   — No, hombre, lo compré en otro continente. Ahora discúlpame, pero tengo que empacar — dijo, y se retiró apresuradamente. La bestia se quedó sentada en mi jardín, mirando a cualquier lado.
         Al día siguiente, Andrei partió dejando una nota diciendo que no volvería. Aunque habíamos sido vecinos durante casi diez años, nunca habló de estar en problemas. Empezaba a imaginar a la policía llegando en un portatropas para allanar su vivienda, cuando el animal se acercó hacia mí. El día anterior le había puesto comida para perros en un plato, pero no la había tocado. En realidad, ni siquiera lo vi beber agua.
          Volví a ofrecerle alimento y me quedé observándolo. Tenía pelusas gruesas cubriéndole el cuerpo y un rostro más úrsido que canino. “Si no quiere comer, lo lamento”, me dije, pensando cruelmente. Tal vez él extrañaba a Andrei, su prófugo dueño.

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Lo primero que desapareció fue una fotografía que estaba sobre la mesa de mi velador. Era del primer viaje a Europa que hice con mi ex-esposa, Adrianne, a quien conocí cuando era corresponsal en France Press. Nos mostraba sosteniendo una miniatura de la torre Eiffel con la Place de la Concorde como fondo, aunque estaba un poco nublado. La tomó un amigo de la agencia, Jean-Paul; maldije al recordar que nunca le pedí los negativos. No recordé haberla cambiado de lugar y salí al patio. Allí vi al animal, muy quieto, aunque esta vez me miraba fijamente. Me senté al filo de la escalerita que limita el jardín con la casa e hice comparaciones mentales. “Esto no puede ser un perro”, concluí, casi científicamente. Busqué en mi biblioteca una enciclopedia donde pudiera hallar imágenes de animales con las características del ejemplar. Encontré un espécimen que me pareció igual: se llamaba wombat y era originario de Australia. Ni me preocupé en pensar cómo pudo haberlo traído Andrei al país.
       En ese momento, llegó a la puerta de mi fugado vecino una señora, a bordo de un patrullero. Tocó inútilmente, se acercó a las ventanas. Nada. Maldiciendo, regresó al vehículo y se fue. Entonces decidí inspeccionar yo mismo: al ver a través de las ventanas, comprobé que, aparentemente, Andrei se había llevado todo objeto de valor que había en la sala. Es más, estaba prácticamente vacía. Regresé a mi patio con la imagen del animal que descubrí  en la enciclopedia. Tal vez era de una especie casi extinta y lo buscaban para llevárselo. Si lo entregaba, en el mejor de los casos me darían una recompensa; en el peor, iría preso por traficar con especies en peligro de extinción. Al diablo, me dije, y me senté de nuevo en la escalerilla. La mirada de la bestia era la de un criminal arrestado que esperaba ser identificado.
       No, no era un wombat.

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Lo siguiente en desaparecer fue un retrato a carbón que me hice con Adrianne, cerca del aeropuerto de Orly. Recuerdo que iba a entrevistar a un escritor peruano afincado en París, acerca de su más reciente libro, para hacer una nota que aparecería en una publicación española, algo que, finalmente, nunca se cumplió. Lo absurdo es que el retrato lo tenía bien escondido en mi dormitorio, de modo que no pude hallar explicación alguna. A través de la ventana del cuarto, la bestia dirigía sus ojos hacia mí. Tampoco ese día le di de comer al supuesto perro. Me fui a dormir y soñé con una joven Adrianne, ambos embarcados en un vuelo trasatlántico hacia donde nos llevara mi onírica imaginación.
        Lo que se esfumó por la mañana, sin dejar rastros, fue mi anillo de bodas. Aquello era inconcebible, lo tenía en una caja bajo llave. Entonces dejé de buscar explicaciones. Cogí un rifle que conservaba en un armario, pero recapacité y lo devolví a su lugar. Esperé tres días para ver si el animal expulsaba el anillo. En ese lapso desaparecieron también un jarrón japonés y una ensaladera. La bestia no devolvió nada. Entonces tomé el teléfono para llamar a Zoila, una rescatadora de animales que buscaba hogar para mascotas perdidas. Le expliqué todo acerca de la bestia — excepto que no la alimentaba — y me mostró una foto de tres voluminosos hermanos que, según ella, tratarían muy bien al espécimen.
       — Seguramente mejor que yo — le dije cuando se lo llevaba, pues yo tenía otros planes preparados para él.

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Meses después, pasaba por un poblado vecino donde se realizaba una competencia de comer salchichas. Para mi sorpresa, allí estaban los hermanos, uno de los cuales resultó triunfador. Decidí acercarme con una libreta, fingiendo entrevistarlos.
          — Una vez tuve una mascota, pero resultó muy fastidiosa, por decirlo así — le dije al vencedor, procurando engancharlo con eso y hacerlo hablar, tal como aprendí en France Press.
            — Bueno, mis hermanos y yo teníamos tres mascotas, pero nos deshicimos de ellas — respondió el forzudo.
             — ¿Dicen que se deshicieron de sus mascotas?
           — Así es. Teníamos un cerdo, la oveja de mi hermano Walter y hace poco nos trajeron un perro muy raro. En realidad, no los necesitábamos, eran un estorbo.
            — ¿De veras? Y… ¿cómo se llamaban?
        — Bueno…. — dijo, sonriendo —, como somos amantes de los animales, al cerdo le pusimos “Tocino” y a la oveja, “Chuleta”.
            Empezaron los tres a reír; yo fingí hacerlo también mientras anotaba todo en mi libreta.
            — ¿Y al perro? ¿Cómo llamaron al perro?
          — Mejor no pregunte — dijo uno de los hermanos. Yo fingí reír nuevamente, pero un frío me recorrió la espina. Cuando elevé la mirada tuve que cambiar mi expresión. Los hombres me estaban mirando con un rostro extremadamente duro, inmensamente extraño…

(De "Boulevard de pequeños incendios", Reg. INDECOPI Nª 00083/2010)

martes, 28 de febrero de 2017

Drop dead Hollywood

Decidí no hacer caso de aquellos boicoteadores que pedían no ver la ceremonia del Oscar (porque sabían cómo iba a ser la cosa), así que me instalé frente al televisor de mi cuarto para verla en inglés, gracias al SAP del canal TNT, mientras el resto de la familia prefería otra estación. Pues bien, efectivamente fue lo que se esperaba.
Lo que me quedó claro es esto: Jimmy Kimmel haría un chiste sobre el entierro de su madre con tal de recibir un par de aplausos de sus amigos. Pues bien, debería dedicarse solamente a su programa, pero meterse a politizar la ceremonia solamente le sirvió para dos cosas: exponerse como el hipócrita por antonomasia de Hollywood y bajarle el rating a la entrega del Oscar: 13% menos que el año anterior entre adultos de 18 a 49 años, la peor en nueve años. Apuesto que la mayoría cambió de canal después de las primeras tres pataletas anti Trump del maestro de ceremonias. 
No es necesario un análisis del grado de hipocresía de este presentador: ver a Kimmel hablando de "conversar" entre demócratas y republicanos y un minuto después hacer burla del nombre de Maserhala Ali o del discurso de Viola Davis y recibir palmas por ello ya es bastante. Tampoco es necesario decir que al Sr. Kimmel le importan un carajo los inmigrantes o el Obamacare o lo que sea que no afecte sus ingresos. Lo que importa es esto: la hipocresía en ese recinto era prácticamente total, incluyendo a la misma organización tras bastidores. Basta mencionar el premio al realizador iraní, otorgado expresamente para que aparezca la iraní-americana (mucho más americana que iraní) Anousheh Ansari con un discursito a lo Sacheen Littlefeather hablando de la falta de respeto hacia el pueblo iraní... ¿Falta de respeto, señora Ansari? ¿Es que acaso no sabemos que en Irán, si usted apareciera en público así, sin el hijab, sería encarcelada? ¿O que en ese país el testimonio de un hombre vale dos veces el suyo? Pero las celebridades aplaudieron, los que se hacen llamar liberales aplaudieron a un país que ha ejecutado 5,000 homosexuales desde 1979 por el solo hecho de serlo, según Amnistía Internacional. Al que no quisieron aplaudir fue a Casey Affleck, a raíz de la acusación de dos mujeres sobre supuestos hechos ocurridos hace diez años. Eso, seguramente, les importa más que lo que les hacen a las mujeres o los LGBT en Irán. 
Eso es lo que pasa cuando un grupo de megalómanos sobrepagados se creen los líderes de lo que han dado en llamar "resistencia", como si los hubieran invadido alienígenas. Estos actores y actrices, desde sus mansiones de 6 millones de dólares en Beverly Hills y sus casas de playa en Malibú, se alucinan la voz del pueblo trabajador, del inmigrante oprimido, del refugiado.  Si Donald Trump es presidente, es en gran parte por esas "celebridades" que apoyaron a Hillary Clinton en contra de Bernie Sanders en las primarias, y ese tipo de apoyo lo conoce la propia Clinton desde que Oprah Winfrey apoyó a Obama en las primarias anteriores. Y luego de haberles salido el tiro por la culata la piconería hollywoodense más barata (como la de los payasos de los premios Razzie) salió a flote. Al final, llegó el castigo merecido para estos rascadores de lomos: el más grande papelón en la historia de los premios Oscar al momento de leer el premio a mejor película. Y esa es precisamente la única parte que quieren ver los que no sintonizaron la ceremonia. Lo demás, incluyendo la cara del hipocritón Jimmy Kimmel, para el olvido.