sábado, 25 de marzo de 2017

Las fauces dóciles (Cuento)

El animal que me encargó mi vecino, un inmigrante ruso llamado Andrei, para que se lo cuide mientras estaba de viaje, no parecía un perro, pero él insistía en ello con una sorprendente determinación.
   — Pero, hombre… ¿no lo ves? No será un alsaciano, pero es un animal fino, verás cómo se hacen amigos inseparables.
     — ¿Pero es, de veras, un perro? Ahora me dirás que en Rusia estos ejemplares son comunes.
   — No, hombre, lo compré en otro continente. Ahora discúlpame, pero tengo que empacar — dijo, y se retiró apresuradamente. La bestia se quedó sentada en mi jardín, mirando a cualquier lado.
         Al día siguiente, Andrei partió dejando una nota diciendo que no volvería. Aunque habíamos sido vecinos durante casi diez años, nunca habló de estar en problemas. Empezaba a imaginar a la policía llegando en un portatropas para allanar su vivienda, cuando el animal se acercó hacia mí. El día anterior le había puesto comida para perros en un plato, pero no la había tocado. En realidad, ni siquiera lo vi beber agua.
          Volví a ofrecerle alimento y me quedé observándolo. Tenía pelusas gruesas cubriéndole el cuerpo y un rostro más úrsido que canino. “Si no quiere comer, lo lamento”, me dije, pensando cruelmente. Tal vez él extrañaba a Andrei, su prófugo dueño.

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Lo primero que desapareció fue una fotografía que estaba sobre la mesa de mi velador. Era del primer viaje a Europa que hice con mi ex-esposa, Adrianne, a quien conocí cuando era corresponsal en France Press. Nos mostraba sosteniendo una miniatura de la torre Eiffel con la Place de la Concorde como fondo, aunque estaba un poco nublado. La tomó un amigo de la agencia, Jean-Paul; maldije al recordar que nunca le pedí los negativos. No recordé haberla cambiado de lugar y salí al patio. Allí vi al animal, muy quieto, aunque esta vez me miraba fijamente. Me senté al filo de la escalerita que limita el jardín con la casa e hice comparaciones mentales. “Esto no puede ser un perro”, concluí, casi científicamente. Busqué en mi biblioteca una enciclopedia donde pudiera hallar imágenes de animales con las características del ejemplar. Encontré un espécimen que me pareció igual: se llamaba wombat y era originario de Australia. Ni me preocupé en pensar cómo pudo haberlo traído Andrei al país.
       En ese momento, llegó a la puerta de mi fugado vecino una señora, a bordo de un patrullero. Tocó inútilmente, se acercó a las ventanas. Nada. Maldiciendo, regresó al vehículo y se fue. Entonces decidí inspeccionar yo mismo: al ver a través de las ventanas, comprobé que, aparentemente, Andrei se había llevado todo objeto de valor que había en la sala. Es más, estaba prácticamente vacía. Regresé a mi patio con la imagen del animal que descubrí  en la enciclopedia. Tal vez era de una especie casi extinta y lo buscaban para llevárselo. Si lo entregaba, en el mejor de los casos me darían una recompensa; en el peor, iría preso por traficar con especies en peligro de extinción. Al diablo, me dije, y me senté de nuevo en la escalerilla. La mirada de la bestia era la de un criminal arrestado que esperaba ser identificado.
       No, no era un wombat.

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Lo siguiente en desaparecer fue un retrato a carbón que me hice con Adrianne, cerca del aeropuerto de Orly. Recuerdo que iba a entrevistar a un escritor peruano afincado en París, acerca de su más reciente libro, para hacer una nota que aparecería en una publicación española, algo que, finalmente, nunca se cumplió. Lo absurdo es que el retrato lo tenía bien escondido en mi dormitorio, de modo que no pude hallar explicación alguna. A través de la ventana del cuarto, la bestia dirigía sus ojos hacia mí. Tampoco ese día le di de comer al supuesto perro. Me fui a dormir y soñé con una joven Adrianne, ambos embarcados en un vuelo trasatlántico hacia donde nos llevara mi onírica imaginación.
        Lo que se esfumó por la mañana, sin dejar rastros, fue mi anillo de bodas. Aquello era inconcebible, lo tenía en una caja bajo llave. Entonces dejé de buscar explicaciones. Cogí un rifle que conservaba en un armario, pero recapacité y lo devolví a su lugar. Esperé tres días para ver si el animal expulsaba el anillo. En ese lapso desaparecieron también un jarrón japonés y una ensaladera. La bestia no devolvió nada. Entonces tomé el teléfono para llamar a Zoila, una rescatadora de animales que buscaba hogar para mascotas perdidas. Le expliqué todo acerca de la bestia — excepto que no la alimentaba — y me mostró una foto de tres voluminosos hermanos que, según ella, tratarían muy bien al espécimen.
       — Seguramente mejor que yo — le dije cuando se lo llevaba, pues yo tenía otros planes preparados para él.

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Meses después, pasaba por un poblado vecino donde se realizaba una competencia de comer salchichas. Para mi sorpresa, allí estaban los hermanos, uno de los cuales resultó triunfador. Decidí acercarme con una libreta, fingiendo entrevistarlos.
          — Una vez tuve una mascota, pero resultó muy fastidiosa, por decirlo así — le dije al vencedor, procurando engancharlo con eso y hacerlo hablar, tal como aprendí en France Press.
            — Bueno, mis hermanos y yo teníamos tres mascotas, pero nos deshicimos de ellas — respondió el forzudo.
             — ¿Dicen que se deshicieron de sus mascotas?
           — Así es. Teníamos un cerdo, la oveja de mi hermano Walter y hace poco nos trajeron un perro muy raro. En realidad, no los necesitábamos, eran un estorbo.
            — ¿De veras? Y… ¿cómo se llamaban?
        — Bueno…. — dijo, sonriendo —, como somos amantes de los animales, al cerdo le pusimos “Tocino” y a la oveja, “Chuleta”.
            Empezaron los tres a reír; yo fingí hacerlo también mientras anotaba todo en mi libreta.
            — ¿Y al perro? ¿Cómo llamaron al perro?
          — Mejor no pregunte — dijo uno de los hermanos. Yo fingí reír nuevamente, pero un frío me recorrió la espina. Cuando elevé la mirada tuve que cambiar mi expresión. Los hombres me estaban mirando con un rostro extremadamente duro, inmensamente extraño…

(De "Boulevard de pequeños incendios", Reg. INDECOPI Nª 00083/2010)