— Pero, hombre… ¿no lo ves? No será un alsaciano, pero es
un animal fino, verás cómo se hacen amigos inseparables.
— ¿Pero es, de veras, un perro? Ahora me dirás que en
Rusia estos ejemplares son comunes.
— No, hombre, lo compré en otro continente. Ahora
discúlpame, pero tengo que empacar — dijo, y se retiró apresuradamente. La
bestia se quedó sentada en mi jardín, mirando a cualquier lado.
Al día siguiente, Andrei partió dejando una nota diciendo
que no volvería. Aunque habíamos sido vecinos durante casi diez años, nunca
habló de estar en problemas. Empezaba a imaginar a la policía llegando en un
portatropas para allanar su vivienda, cuando el animal se acercó hacia mí. El
día anterior le había puesto comida para perros en un plato, pero no la había tocado.
En realidad, ni siquiera lo vi beber agua.
Volví a ofrecerle alimento y me quedé observándolo. Tenía
pelusas gruesas cubriéndole el cuerpo y un rostro más úrsido que canino. “Si no
quiere comer, lo lamento”, me dije, pensando cruelmente. Tal vez él extrañaba a
Andrei, su prófugo dueño.
*******************
Lo primero que desapareció
fue una fotografía que estaba sobre la mesa de mi velador. Era del primer viaje
a Europa que hice con mi ex-esposa, Adrianne, a quien conocí cuando era
corresponsal en France Press. Nos mostraba sosteniendo una miniatura de la
torre Eiffel con la Place de la Concorde como fondo, aunque estaba un poco
nublado. La tomó un amigo de la agencia, Jean-Paul; maldije al recordar que nunca
le pedí los negativos. No recordé haberla cambiado de lugar y salí al patio.
Allí vi al animal, muy quieto, aunque esta vez me miraba fijamente. Me senté al
filo de la escalerita que limita el jardín con la casa e hice comparaciones
mentales. “Esto no puede ser un perro”, concluí, casi científicamente. Busqué
en mi biblioteca una enciclopedia donde pudiera hallar imágenes de animales con
las características del ejemplar. Encontré un espécimen que me pareció igual: se
llamaba wombat y era originario de Australia. Ni me preocupé en pensar cómo pudo
haberlo traído Andrei al país.
En ese momento, llegó a la puerta de mi fugado vecino una
señora, a bordo de un patrullero. Tocó inútilmente, se acercó a las ventanas. Nada.
Maldiciendo, regresó al vehículo y se fue. Entonces decidí inspeccionar yo
mismo: al ver a través de las ventanas, comprobé que, aparentemente, Andrei se
había llevado todo objeto de valor que había en la sala. Es más, estaba
prácticamente vacía. Regresé a mi patio con la imagen del animal que descubrí en la enciclopedia. Tal vez era de una especie
casi extinta y lo buscaban para llevárselo. Si lo entregaba, en el mejor de los
casos me darían una recompensa; en el peor, iría preso por traficar con
especies en peligro de extinción. Al diablo, me dije, y me senté de nuevo en la
escalerilla. La mirada de la bestia era la de un criminal arrestado que
esperaba ser identificado.
No, no era un wombat.
**********************
Lo siguiente en desaparecer fue un retrato a carbón que
me hice con Adrianne, cerca del aeropuerto de Orly. Recuerdo que iba a
entrevistar a un escritor peruano afincado en París, acerca de su más reciente libro,
para hacer una nota que aparecería en una publicación española, algo que,
finalmente, nunca se cumplió. Lo absurdo es que el retrato lo tenía bien
escondido en mi dormitorio, de modo que no pude hallar explicación alguna. A
través de la ventana del cuarto, la bestia dirigía sus ojos hacia mí. Tampoco
ese día le di de comer al supuesto perro. Me fui a dormir y soñé con una joven
Adrianne, ambos embarcados en un vuelo trasatlántico hacia donde nos llevara mi
onírica imaginación.
Lo que se esfumó por la mañana, sin dejar rastros, fue mi
anillo de bodas. Aquello era inconcebible, lo tenía en una caja bajo llave. Entonces
dejé de buscar explicaciones. Cogí un rifle que conservaba en un armario, pero recapacité
y lo devolví a su lugar. Esperé tres días para ver si el animal expulsaba el
anillo. En ese lapso desaparecieron también un jarrón japonés y una ensaladera.
La bestia no devolvió nada. Entonces tomé el teléfono para llamar a Zoila, una
rescatadora de animales que buscaba hogar para mascotas perdidas. Le expliqué
todo acerca de la bestia — excepto que no la alimentaba — y me mostró una foto
de tres voluminosos hermanos que, según ella, tratarían muy bien al espécimen.
— Seguramente mejor que yo — le dije cuando se lo
llevaba, pues yo tenía otros planes preparados para él.
************************
Meses después, pasaba por un
poblado vecino donde se realizaba una competencia de comer salchichas. Para mi
sorpresa, allí estaban los hermanos, uno de los cuales resultó triunfador. Decidí
acercarme con una libreta, fingiendo entrevistarlos.
— Una vez tuve una mascota, pero resultó muy fastidiosa,
por decirlo así — le dije al vencedor, procurando engancharlo con eso y hacerlo
hablar, tal como aprendí en France Press.
— Bueno, mis hermanos y yo teníamos tres mascotas, pero
nos deshicimos de ellas — respondió el forzudo.
— ¿Dicen que se deshicieron de sus mascotas?
— Así es. Teníamos un cerdo, la oveja de mi hermano
Walter y hace poco nos trajeron un perro muy raro. En realidad, no los
necesitábamos, eran un estorbo.
— ¿De veras? Y… ¿cómo se llamaban?
— Bueno…. — dijo, sonriendo —, como somos amantes de los
animales, al cerdo le pusimos “Tocino” y a la oveja, “Chuleta”.
Empezaron los tres a reír; yo fingí hacerlo también mientras
anotaba todo en mi libreta.
— ¿Y al perro? ¿Cómo llamaron al perro?
— Mejor no pregunte — dijo uno de los hermanos. Yo fingí
reír nuevamente, pero un frío me recorrió la espina. Cuando elevé la mirada tuve
que cambiar mi expresión. Los hombres me estaban mirando con un rostro extremadamente
duro, inmensamente extraño…
(De "Boulevard de pequeños incendios", Reg. INDECOPI Nª 00083/2010)
(De "Boulevard de pequeños incendios", Reg. INDECOPI Nª 00083/2010)
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