Habían transcurrido casi treinta años, pero nos reconocimos el uno al otro de inmediato, como si nos hubiéramos visto el día anterior. Cuando éramos cachimbos de Derecho en San Marcos, ambos solíamos almorzar juntos para debatir sobre cualquier cosa; en esa época, en el inicio de nuestras carreras, éramos casi inseparables. Entonces, él tenía el rostro escaso de vellos; ahora lucía barba, pero ese cabello rizado y su caminar eran inconfundibles. Conservaba, incluso, el mismo tipo de chaqueta y cinturón que en los años ochenta.
— ¡Compañero Roque! — fue lo primero que exclamó, cuando me tuvo al alcance de sus gafas. Procuré no permanecer estático, cosa que logré con mucho esfuerzo.
— ¿Compañero Vidal?
— ¡Pero, cómo! ¿Así, con interrogación? — preguntó, sorprendido por mi aparente ecuanimidad.
Su rostro estaba matizado con una sonrisa, los dientes amarillentos mostrándose ampliamente, en señal de suficiencia.
La humedad perseverante de la tarde me obligó a invitarlo a un bar cercano, donde elegimos probar el pisco sour. Allí nos relatamos lo que hacíamos actualmente: yo en un estudio jurídico de San Isidro, él en un taller mecánico. En ese preludio noté que, de vez en cuando, él miraba hacia afuera, como si algún aroma familiar lo llamara desde la avenida. La pequeña charla preliminar no duró mucho, pues era obvio que estábamos allí para abordar nuestros años en la Facultad.
— ¿Y? ¿Llegaste a publicar algún libro? — preguntó él, con interés.
— No, apenas un par de artículos para una revista legal…
— ¡Pero si tú eras el poeta de la clase! Eras prácticamente un columnista de pizarra. ¿Por qué dejaste de escribir?
— Faltaba más amor, compañero… a veces las cosas no salen como uno quiere.
— ¡Nada de amor, te faltaba cancha! No sé cómo te graduaste de abogado, si le tenías miedo a la gente, por eso ni te subías al "burro".
— Y tú, no sé cómo hacías para conquistar a las féminas con tu afligida música de Víctor Jara.
Reímos de eso, mientras el poder agrio del limón abrasaba nuestras gargantas. Vidal bebía muy lentamente, aún para un trago corto. Hubiera preferido que la reunión fuera rápida, pero evidentemente él no lo quería así.
— A propósito de música — continuó —, ¿recuerdas cuando te llevé al depósito de la radio, en el segundo piso de esa casa en la Avenida Wilson? La radio caleta, donde había que subir por una escalera de caracol.
— Claro, donde ustedes guardaban el material de "La Hora Rebelde".
— He pasado por allí y parece que no queda nada, carajo… ni siquiera la antena.
No quise recordarle que, en ese olvidado lugar, él y su gente guardaban otras cosas, aparte del material radial, cosas en las que me fijé sin que él se diera cuenta. Mucho menos le mencioné que, algunos días después de esa visita, ocurrió el atentado contra el local de Acción Popular, a una cuadra de allí. Preferí dejar que siguiera hablando, con la esperanza de que cambiara de tema.
— ¿Recuerdas que eras hincha del PPC? — me preguntó —. No hacías más que repetir lo que decía el "Tucán" en su campaña; por ejemplo, repartir los excedentes de las exportaciones entre los municipios provinciales…
— Sí, y tú te matabas de risa, huevón. ¿Tan inocentón te parecía?
— Mira hacia el pasado y respóndete. Pero yo seguía debatiendo contigo, no porque me divertías, sino porque sabía que tú eras uno de los pocos que no me llamaba "facho" a mis espaldas. Pero dejemos eso. Dime… ¿llegaste a ganar los Juegos Florales?
— Una vez quedé tercero en poesía. Lástima que no pudiste mandar tu poemario…
Fue un tremendo error decir eso. Sus cejas arqueadas me indicaron que era demasiado tarde para cambiar de tema.
— Claro, no pude — respondió —. Justamente entonces vino la redada en esa quinta, cerca al Correo Central, donde no quisiste entrar… ¿Por qué te quedaste afuera? ¿Te chupabas, acaso?
— Me pareció peligroso meterme así nomas… y a esas horas.
— No seas pendejo, tú vivías por Amazonas, cerca del puente… y en la quinta todos nos conocíamos: el compañero Danilo, el "Franciscano", la camarada Violeta…
No pudo evitarse. Tarde o temprano, tenía que aparecer esa palabreja: "camarada". Una palabra que odiaba entonces y más con cada explosivo que estallaba en la ciudad, con cada gota de sangre que cubría los cuerpos en los noticieros, un desprecio que Vidal conocía muy bien. "Camarada, camarada".
— Tenía que llegar temprano a mi jato para ver a mi hermana. Te había dicho que tenía problemas con su embarazo… ¿lo recuerdas? — le dije, con la mirada baja, como escudriñando la copa.
— No, no fuiste — insistió Vidal, llevándose el resto de la bebida a los labios, dándole el último adiós a las pocas gotas que se aprestaban a ser consumidas —. Después me enteré que te fuiste a dormir a la casa de tu cuñado, en Magdalena. Eso me lo contó el "Franciscano", el único que logró escapar.
Entonces levanté la vista.
La sonrisa de su rostro ahora se mostraba irónica, casi de satisfacción. Se incorporó, diciendo que tenía prisa. Pagué las bebidas y al salir me manifestó su gusto por haberse encontrado conmigo, pero sin borrar ese semblante expresivo, esa faz de granito. Eso me dejó pensando; por ello, al llegar a la esquina miré hacia atrás y allí estaba, hablando con otra persona, alguien que no se veía muy diferente a él. Entonces, camino a mi hogar, empecé a pensar en cuánto valoraba no solo a mi familia, sino a mi propia vida, pues estaba claro que Vidal sabía perfectamente que fui yo quien los delató.
Habían transcurrido casi treinta años, la mayor parte de los cuales Vidal los pasó en prisión, condenado por actos de terrorismo, a raíz de las declaraciones efectuadas ante la fiscalía por un testigo protegido, pero nos reconocimos el uno al otro de inmediato, como si nos hubiéramos visto el día anterior. Cuando éramos cachimbos de Derecho en San Marcos, ambos solíamos almorzar juntos para debatir sobre cualquier cosa; en esa época, en el inicio de nuestras carreras, éramos casi inseparables...
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