En noviembre del año pasado, me propuse escribir un libro para que lo lea mi sobrina de siete años. Lo terminé en diciembre, pero lo que debía ser un libro infantil terminó siendo un libro para niñas de 11 a 12 años, de modo que mi sobrina tendrá que esperar. Además, el argumento exije una precuela, que recién he empezado a escribir, la cual, para remate, va a tener que ser para mayores de 14 años.
Pero esta incursión en la literatura para niños no es la única en la que estoy enfrascado. El ICPNA ha convocado a un concurso de cuento infantil (para niños de 6 a 10 años, dice), por lo que decidí escribir una obra aparte. Hay que decir que el término "cuento" es un poco ambiguo en este concurso, porque se piden de 15 a 25 páginas en Arial 12 a espacio simple. Veinticinco páginas así, con ese espaciado y un margen promedio, son aproximadamente de 11,000 a 12,000 palabras.
Al prinicipio, no me gustaba el inicio pesimista de mi cuento (cuyo nombre aún no he decidido). Pensé que los niños no se engancharían, ya que son pequeños seres humanos ávidos de aventura; pero empecé a revisar las publicaciones del ICPNA y resulta que el libro ganador del 2012, "El baúl de la abuela Margarita", empieza describiendo un velorio, así que mi trabajo se quedará como está. Haciendo un resumen, mi cuento habla de una niña que pretende hacer el bien a toda costa, sin medir las consecuencias; al final, descubre que eso no es posible, pues las cosas no funcionan así en el mundo.
Luego de leer los trabajos publicado por el ICPNA, resolví viajar al pasado para revisar otros ejemplos de literatura infantil en el Perú, empezando con "La noche de los Sprunkos", de César Vega Herrera. Resultó ser un trabajo para pequeños no mayores de 9 años, en el cual unos seres fantásticos aparecen en un patio y empiezan a jugar con un par de niños. Cada uno de estos seres tiene una característica que los distingue entre sí, como los enanitos de Blanca Nieves o, incluso, los Pitufos. Pero, al carecer de argumento, la obra aparece desfasada hoy día, en que se exige de estos libros una trama (por ejemplo, descubrir un tesoro, hacer justicia, resolver un misterio, etc.). Además, casi toda la segunda parte del libro se deshace en una "lección de historia" sobre el descubrimiento de América que no hace más que rellenar papel. Este libro fue premiado en 1968, pero seguramente hoy no obtendría nada, por estar al margen de las tendencias actuales.
Es sabido que los libros infantiles peruanos más abundantes son los que tratan de animales u objetos que hablan (Chimoc, Fic, la serie de los títeres de Jorge Tume, etc.). No hablaré del más exitoso, "El delfín" ni de su parecido con "Jonathan Livingston Seagull" de Richard Bach, pues eso se resolvió en los tribunales (se llegó a un acuerdo de monto desconocido, se prohibió la publicación del libro en los Estados Unidos y Editorial Norma se comprometió, ante el juez de distrito Robert Lasnik, a no publicar más "El delfín" a partir del 3 de marzo de 2011), así que, dejándolo aparte, me metí al local de la Biblioteca Nacional en Javier Prado a "chequear" lo que publica la editorial con más presencia actualmente en este mercado, es decir, Altazor.
Los encargados de la sala Lohmann deben haber quedado extrañados cuando empecé a sacar, uno tras otro, los libros de la elefanta Flor (esa que dice "Nu" en lugar de "No"), de Miguel Vallejo. Posteriormente, empecé a revisar relatos afines de otros autores (como la serie del perro Valentino, de Marcos Rujel). El que me gustó más fue el que narra el encuentro entre la elefanta Flor y la elefanta Phula, pues tiene un elemento cosmopolita y me agrada cuando un autor peruano intenta algo así, porque, en líneas generales, hay un marcado regionalismo en los trabajos contemporáneos de literatura infantil en nuestro medio.
En cuanto a los relatos sobre niños en su ambiente natural, sin elementos fantásticos, haciendo cosas comunes, me parece que son cada vez menos originales. En el extranjero, incluso, el tema ya parece agotado desde la serie de libros de Ramona, escritos por Beverly Cleary. En la actualidad, aún cuando los relatos se desarrollen en ambientes naturales, debe haber fantasía o será difícil atraer a un niño promedio. La cosa es peor aún cuando los autores se agarran del tema del bullying, cosa verdaderamente insufrible en un libro para los más pequeños. Otra cosa que no me preocupé en revisar con profundidad son los relatos ambientalistas, por ser un tema que ofrece pocas posibilidades de lograr originalidad.
Finalmente, pocos autores locales intentan colocar a sus personajes en mundos o reinos imaginarios, como hace, por ejemplo, Cosme Saavedra en "El cencerro dorado". En cuanto al libro que escribí para mi sobrina, está ambientado en la Europa medieval, por la sencilla razón de que contiene reinos, princesitas y castillos que aquí nunca los hubo. Personalmente, creo que muchos no se atreven a publicar cosas así porque serían tildados de ser coleccionistas de catálogos navideños de Saga Falabella. Resignémonos, ningún peruano creará jamás un reino como el de Narnia, aunque muchos dirán... ¿y qué? Esa indiferencia tal vez ese sea un motivo por el que los niños prefieren el material audiovisual. Yo creo que hay que dejarse de parámetros (que se están empezando a ver también en los cómics nacionales) y construir universos. Estamos en el siglo XXI, y eso es lo que yo entiendo cuando pienso en escribir literatura infantil hoy día.
Luego de leer los trabajos publicado por el ICPNA, resolví viajar al pasado para revisar otros ejemplos de literatura infantil en el Perú, empezando con "La noche de los Sprunkos", de César Vega Herrera. Resultó ser un trabajo para pequeños no mayores de 9 años, en el cual unos seres fantásticos aparecen en un patio y empiezan a jugar con un par de niños. Cada uno de estos seres tiene una característica que los distingue entre sí, como los enanitos de Blanca Nieves o, incluso, los Pitufos. Pero, al carecer de argumento, la obra aparece desfasada hoy día, en que se exige de estos libros una trama (por ejemplo, descubrir un tesoro, hacer justicia, resolver un misterio, etc.). Además, casi toda la segunda parte del libro se deshace en una "lección de historia" sobre el descubrimiento de América que no hace más que rellenar papel. Este libro fue premiado en 1968, pero seguramente hoy no obtendría nada, por estar al margen de las tendencias actuales.
Es sabido que los libros infantiles peruanos más abundantes son los que tratan de animales u objetos que hablan (Chimoc, Fic, la serie de los títeres de Jorge Tume, etc.). No hablaré del más exitoso, "El delfín" ni de su parecido con "Jonathan Livingston Seagull" de Richard Bach, pues eso se resolvió en los tribunales (se llegó a un acuerdo de monto desconocido, se prohibió la publicación del libro en los Estados Unidos y Editorial Norma se comprometió, ante el juez de distrito Robert Lasnik, a no publicar más "El delfín" a partir del 3 de marzo de 2011), así que, dejándolo aparte, me metí al local de la Biblioteca Nacional en Javier Prado a "chequear" lo que publica la editorial con más presencia actualmente en este mercado, es decir, Altazor.
Los encargados de la sala Lohmann deben haber quedado extrañados cuando empecé a sacar, uno tras otro, los libros de la elefanta Flor (esa que dice "Nu" en lugar de "No"), de Miguel Vallejo. Posteriormente, empecé a revisar relatos afines de otros autores (como la serie del perro Valentino, de Marcos Rujel). El que me gustó más fue el que narra el encuentro entre la elefanta Flor y la elefanta Phula, pues tiene un elemento cosmopolita y me agrada cuando un autor peruano intenta algo así, porque, en líneas generales, hay un marcado regionalismo en los trabajos contemporáneos de literatura infantil en nuestro medio.
En cuanto a los relatos sobre niños en su ambiente natural, sin elementos fantásticos, haciendo cosas comunes, me parece que son cada vez menos originales. En el extranjero, incluso, el tema ya parece agotado desde la serie de libros de Ramona, escritos por Beverly Cleary. En la actualidad, aún cuando los relatos se desarrollen en ambientes naturales, debe haber fantasía o será difícil atraer a un niño promedio. La cosa es peor aún cuando los autores se agarran del tema del bullying, cosa verdaderamente insufrible en un libro para los más pequeños. Otra cosa que no me preocupé en revisar con profundidad son los relatos ambientalistas, por ser un tema que ofrece pocas posibilidades de lograr originalidad.
Finalmente, pocos autores locales intentan colocar a sus personajes en mundos o reinos imaginarios, como hace, por ejemplo, Cosme Saavedra en "El cencerro dorado". En cuanto al libro que escribí para mi sobrina, está ambientado en la Europa medieval, por la sencilla razón de que contiene reinos, princesitas y castillos que aquí nunca los hubo. Personalmente, creo que muchos no se atreven a publicar cosas así porque serían tildados de ser coleccionistas de catálogos navideños de Saga Falabella. Resignémonos, ningún peruano creará jamás un reino como el de Narnia, aunque muchos dirán... ¿y qué? Esa indiferencia tal vez ese sea un motivo por el que los niños prefieren el material audiovisual. Yo creo que hay que dejarse de parámetros (que se están empezando a ver también en los cómics nacionales) y construir universos. Estamos en el siglo XXI, y eso es lo que yo entiendo cuando pienso en escribir literatura infantil hoy día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario