viernes, 29 de julio de 2011

La filosofía de Crisóstomo Uribelarrea (cuento)

Lo conocí en la sección de reclamos del Centro Comercial, yo con mi cámara malograda en la mano izquierda y él con su televisor portátil, con la cabeza aplastada por un sombrero grisáceo que nadie usa en Lima, los dedos cruzados aferrando el artefacto y una expresión de ave de rapiña que atraía miradas. Llevábamos diez minutos sentados y, de acuerdo con el papelito impreso que marcaba nuestro turno, lo estaríamos probablemente otros veinte más, cuando el hombre se volvió hacia mí para preguntarme la hora.
— Son las 10 y 25 — le dije. No era tan maleducado como para indicarle que había un tremendo reloj en la pared, detrás de la mesa de Atención al Cliente, pero estoy seguro de que el tipo lo sabía perfectamente y solo pretendía llamar la atención.
— Y mientras no puedo ver la charla que ofrece Harold Tellerman en VOA. Alguien a quien deberían escuchar ciertos políticos para responder correctamente acerca de sus gestiones, en lugar de lanzar explicaciones estúpidas.
Luego de una rápida mirada de reojo hacia mi interlocutor, hice un gesto de asentimiento y seguí mirando al frente.
—¿Sabe cuáles son las tres estupideces que citan más frecuentemente aquellos que se creen muy listos? — continuó él —. Se lo diré. La primera: “Lo más tonto es contestar una pregunta con otra pregunta”. Obviamente eso lo dijo un pobre diablo que no sabía hablar su propio idioma. Un iletrado que no conocía lo que es la repregunta, la retórica, la ironía…
Yo lo escuchaba con mediana atención, como la que se presta a una ópera a la cual uno ha sido invitado pero de la cual no entiende el libreto.
—La segunda: “Si no te gusta, ¿para que lo ves?” Hace tiempo me replicaron eso respecto a un programa de televisión bastante malo. Obviamente le respondí: Pero si no lo hubiera visto, ¿cómo hubiera sabido que era malo, pues…animal?
Eso sí me puso nervioso. A este tipo no podía decir nada. Así que, por el momento, decidí seguir escuchando sin replicar, aunque por esos días estaba hastiado de discursitos por culpa de la reciente campaña electoral.
—Y la última: Cuando alguien hace mal su trabajo y alguien lo critica, surge algún imbécil para decir: “Tal vez tú lo hubieras mejor “. Es decir que, para estos engendros, si un paciente se muere y alguien se queja, sería válido preguntar: “¿Por qué no lo operaste tú?”. Yo no soy de los que creen que para juzgar algo evidente haya que ser afín en lo que se juzga. Hace muchos años, estaba esperando mi turno para hacer un trámite en la Dirección General de Contribuciones, cuando me puse a discutir con un cornudo sobre un concurso de baile en el cual, supuestamente, sus jueces no se habían comportado de manera correcta. “¡Todos los jurados deberían ser bailarines!”, decía. “¡Deben parecerse lo más posible a los concursantes!”.
El tipo se aplastó un poco más el sombrero sobre la cabeza y continuó:
—Bueno, entonces lo miré fijamente y le dije: “Ah, carajo. Entonces, el día que te nombren jurado de un concurso de belleza, vas a tener maquillarte bastante, compadre”. La gente alrededor se rio, eso no le gustó al tipo y se puso de pie, yo hice lo mismo y cuando vio que le llevaba dos codos, se tuvo que sentar de nuevo, simplemente. Si me hubiera visto usted cuando yo era joven…
Sí, el tipo era muy alto, pero no me había dado cuenta hasta entonces porque se encontraba encorvado sobre el asiento, abrazando el televisor y eso disimulaba muy bien su estatura. ¿Decía que mejor lo hubiera visto cuando era joven? Evidentemente, ese carácter suyo se había formado desde mucho antes de ser un adulto. Tal vez empezó aventándoles los biberones a otros bebés. A pesar de todo, como no estaba acostumbrado yo a escuchar sumisamente a las personas, dejé de lado mi recelo para atreverme a hacerle algunas pequeñas preguntas:
—¿Por qué cree que algunas personas son así?
— Porque sus pobres mentes no tienen mejor manera que adaptarse al mundo en que viven.
—Y, según usted… ¿cómo llegó el mundo en que vivimos al estado en que se encuentra?
—Porque desde un principio el ser humano ha estimulado la predominancia del más fuerte y no la del más inteligente. El más fuerte, por supuesto, tenía que demostrar esa fuerza utilizándola para adueñarse de lo que no le pertenece. ¿Resultado? La guerra.
—Pero para tratar de evitar eso existe la diplomacia…
—¿La diplomacia? No me haga usted reír… ¿Cuándo la diplomacia ha sido capaz de evitar atrocidades como la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, Afganistán o las dos invasiones a Irak? Escuche bien: un diplomático es un funcionario público encargado de hacer una declaración de guerra lo más prolongada y elegantemente posible.
—Pero, al menos, la civilización ha establecido sistemas para la convivencia pacífica. ¿Qué hay de la democracia, las elecciones libres, la separación de poderes?
— ¿Democracia? Por favor… Si hay algo demostrado de manera incontrovertible en la historia, es que las mayorías siempre se equivocan. Desde la condena de Sócrates, la crucifixión de Cristo, la elección de Hitler como canciller hasta nuestros días, las mayorías son eso: el error hecho institución. Sin ir tan lejos, fíjese en nuestro propio sistema democrático: en dos elecciones consecutivas hemos hecho pasar a los dos peores candidatos a la segunda vuelta.
El papelito que tenía en la mano indicaba que yo era el próximo en ser atendido. Así que aproveché eso para hacerle una última pregunta:
—Por último… ¿qué piensa usted de las mujeres?
—Las mujeres… — dudó un segundo, pero respondió finalmente: — Las mujeres son todas iguales. Se lo digo porque siempre dicen: “Todos los hombres son iguales”, por lo tanto, piensan igual. Conclusión: todas son iguales.
De inmediato, la pantalla que mostraba los turnos señaló el mío. Me levantaba ya para efectuar mi reclamo, cuando el asombrerado dejó el televisor portátil en un asiento vació, sacó una tarjeta de su bolsillo y me la extendió. La vi recién cuando salí del Centro Comercial: tenía un nombre extraño escrito en ella.

Imagen tomada de aquí: http://www.phasedrift.com/photo/man-with-hat-1095/

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