sábado, 1 de mayo de 2010

Adiós, juventud

Dos acontecimientos un poquito molestos para esta semana. El primero, tal vez poco importante: explotó la impresora. Y el segundo: apareció, como un hijo no reconocido que reclama una herencia después de 26 años, uno de los dos cuadernos de poemas que escribí en 1984, cuando estaba en San Marcos. Lo trajo mi madre, que estaba deshaciéndose de cosas tiradas en la azotea del edificio donde viví hasta hace algunos años.
Pensé que esas vergonzosas rimas encadenadas como galeotes ya habían quedado sepultadas en una capa de polvo tan gruesa como la nieve de una avalancha, pero no. Allí estaban, envueltas en un cuaderno Atlas con la figura de un transbordador en la portada, y ni siquiera pudo aparecer el cuaderno menos oprobioso, sino el peor. Parece que la segunda ley de Murphy fuera de veras un axioma: Si en un proyecto hay varias cosas que pueden salir mal, saldrá mal la que más daño haga.
Y es que versos como “Hasta en el desencanto me ilusiono / en perfumar con mis plegarias / tus simples ojos de horizonte” son cosas que obligan a una inmediata desintoxicación con jarabe de Apollinaire o grageas de Rimbaud, pero en la época en que fueron urdidas parecían la receta perfecta para engatusar a la vecinita de al lado de la tienda (de la cual no tengo noticia desde que Mostajo era alcalde de ese distrito). Al respecto, recuerdo bien algo que apareció en Selecciones por ese entonces: “Una carta de amor hace reír a todos, menos a él y a ella”. Eso se puede aplicar, por supuesto, también a los poemas con olor a marshmellow, salvo que en este caso el único que podría reír soy yo, porque esto no se lo enseñaba a mi familia ni con una cimitarra en la nuca.
El asunto que se me planteó fue qué hacer con ese cuaderno, puesto que su quema estaba descartada ya que no vivo en campo abierto. Pensé en embutirlo debajo de los muchos libros que yacen amontonados en un mueble cuyo destino original era guardar fuentes soperas, o disimularlo entre las páginas de una guía telefónica de hace seis años, que reposa en cierta parte de la lavandería a la que nadie osa acercarse por temor a las arañas. Pero, finalmente, decidí que su destino lógico era el regreso a su sarcófago, es decir la azotea del edificio, salvo por un pequeño detalle: el nombre del autor descansa ahora en el anonimato bajo una rotunda raya de marcador negro. Y confío en que allí se quedará... hasta la siguiente generación, al menos.

(Imagen tomada de aqui: seshdotcom.wordpress.com)

No hay comentarios:

Publicar un comentario