jueves, 8 de abril de 2010

El escritor ermitaño

El escritor ermitaño es una especie de fantasma que redacta sus historias sin presiones, cuando le place; siempre que le atrae un tema se sienta frente al teclado y empieza a bosquejar ya sea el final trágico o la enrevesada primera oración. O bien toma un punta fina y se dispone a ensuciar de azul una libreta de hojas blancas cubriéndola con tramas descabelladas acerca de parientes ocultos, inventos inverosímiles, epidemias de felicidad o mujeres paranoicas.
El escritor ermitaño prefiere la casa, no es de aquellos que pretenden dársela de poeta de los cincuentas para reservarse una mesita en el Haití y le parece absurdo llevar una laptop a un lugar público y exhibirse delante de todos con un caramel macchiato sobre una mesa, tal como ve hacer a muchas personas cuando pasa delante del Starbuck’s del Óvalo Gutiérrez. Él, simplemente, coloca sobre su escritorio un paquete gigante de grissinos, pan con margarina light y una cantidad tan ofensiva de café que haría vomitar a Voltaire (de quien, por cierto, se afirma que se soplaba un promedio de 60 tazas diarias). Eso es todo lo que necesita para tejer sus overoles de letras, sus abrigadores suéteres de palabras rebuscadas.
Luego de terminar un cuento, este espectro consumidor de tinta lo deja ahí, enfriándose un rato; al día siguiente lo corrige, a la semana siguiente lo vuelve a corregir, para finalmente guardarlo esperando que aparezca de improviso algún concurso al cual presentarlo. Hay algo de masoquismo en esto, puesto que generalmente no gana premio alguno, pero ello es lo único que puede hacer, ya que el autor de marras no es ningún periodista farandulero para hacerse rostro conocido o bien no almuerza con determinadas personas para que le publiquen un libro sin invertir el dinero de la quincena o el de la décima letra de cambio del departamento.
Cuando no hay concursos, suele estampar sus absurdas ideas en alguna página de Internet o se las hace leer a los poquísimos amigos que tiene (o que le quedan), para posteriormente echarse frente al televisor, con las manos cruzadas debajo del occipital, esperando que algún dios escandinavo lo llame para decirle que sus historias son lo que el mundo ha estado esperando desde que se apagaron los fuegos del Año Nuevo del 2000. Piensa que si todo sale bien, a partir de dicha llamada el hombre se hará una celebridad, estrenará un Mazda rojo, instalará un piano Steinway en la sala, se comprará una casa de campo con las regalías y, por si acaso, registrará ante un notario público un testamento de 140 páginas, más doce anexos.
Pero sus sueños se van diluyendo a medida que se va dando cuenta de que sus escasos pero fieles amigos, aquellos que sonrieron ante la vista de sus escritos, saben tanto de literatura como él de Feng Shui, sus fantasías se terminan de diluir cuando va tomando conciencia de que su número de teléfono no lo conocen ni los vigilantes en las editoriales. Entonces se ve tentado a aceptar la realidad y emprender el camino del duro trabajo, o bien encomendarse a los más recientes descubrimientos esotéricos tal y como recomiendan los diversos parodiadores de la filosofía cuyos textos sobre superación personal se hallan desperdigados en el bazar Copia o en medio de la papelería del jirón Camaná.
Por supuesto, a alguien en su situación también le queda el camino desesperado del escándalo, de la provocación, de practicar alpinismo sobre la reputación de alguien y vender como sea, que es lo único que le importa, al fin y al cabo, a un editor. Pero él es un ermitaño, él no busca la forma de llamar la atención, mejor morir en la sombra que hacer cualquier cosa fuera de sus cánones. Con morir, por supuesto, quiero decir literariamente. Pero ni para destruir su obra lo haría con la cámara de un noticiero como background; si decidiera quemar sus cuentos algún día, lo haría en silencio, uno por uno, colocaría todos los días las cenizas en sobres herméticos y las camuflaría en bolsas negras biodegradables para que se la lleve el servicio sanitario. Así, aparte de sus amigos, nadie sabría que esos cuentos existieron, su labor la habría cumplido a carta cabal, aun cuando esos párrafos pudieran ayudar a salvar la vida de alguien, como hizo el médico chino Hua Tou, quien, condenado a muerte y habiendo puesto en papel sus secretos médicos en plena celda, quemó su obra porque un carcelero temeroso se negó a pasarle los rollos de manuscrito hacia el exterior. Ese es el tipo de íntima venganza que preferiría el escritor ermitaño contra un mundo que nunca lo tomó en cuenta: desdeñando la importancia de lo destruido, su obra es su obra y si la humanidad se priva de ella, que pague las consecuencias. Es, pues, también un hombre egoísta.
Poco a poco, entiende que la vida sigue transcurriendo, que sus viejos cuentos siguen descansando, o bien en una dimensión de ceros y unos, o bien aplastados e incompletos en sus casi olvidadas libretas. Los años han pasado y un día bueno o malo le llega, finalmente, la hora de echarle la culpa a quien sea, menos a sí mismo. Luego de revolverse entre las sábanas de su habitación, enciende el reproductor de audio para sumergirse en música de hace treinta años, porque entonces la música era mejor, nada que ver con la de ahora, la cual odia. Un día se sorprende a sí mismo haciendo una relación de los 10 discos que se llevaría a una isla desierta, sin darse cuenta que él está viviendo en esa isla desde hace mucho tiempo. Y eso es todo. En el último recodo de su existencia, ya no habla de literatura con nadie, sigue sin ser conocido por nadie, pero continúa escribiendo porque lo hace escapar de la vida, aunque realmente lo que hace y todo lo demás de lo que escapa, qué duda cabe, no se puede llamar propiamente vida.

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