Este es otro fragmento de la tétrada "Cuatro historias pueblerinas", escrito entre marzo y abril de 2013
De cómo un hombre quiso hacer fortuna con un invento ingenioso
y de lo que acaeció a los que hicieron uso de él
Esta que voy a contaros es una historia que ha estado en las bocas de los habitantes del reino en los últimos tiempos, y ocurrió en el condado de Lahmkatze, que sigue siendo, sin que lo discuta nadie, el más bello en paisajes, pero igual de pobre que los demás en todo el reino de Schendler. Contaré, pues, que vivió allí un mensajero de nombre Gunther Allops, muy versado en leer direcciones en los mapas, pero muy poco hábil en el arte de hacer dinero, habiendo pasado su vida repartiendo misivas por treinta años y más, hasta que sus pies no pudieron soportarlo y hubo de retirarse para vivir con modestísima pensión, que no le alcanzaba más que para el sustento diario, sumado a una exigua diversión que poco le satisfacía.
Una tarde, cuando se hallaba pensando en que ya para vivir no tenía ánimo, porque sus días eran los mismos sin nada que lo moviere, Allops se dio cuenta de que las cosas que comía eran también las mismas: la sal, el puerco, el té y sobre todo el azúcar que vertía sobre la taza, pues blanca era siempre, así como la monotonía de aquella su vida. Y se quedó tanto tiempo viendo el azúcar, que en un momento surgió en su mente la más grande iluminación que jamás tuvo, porque allí mismo se dijo que en mejorar lo que se come estaba la fortuna, y tanto ánimo halló con esa idea, que consiguió todos los tintes inocuos que en la naturaleza se hallaban, y con todo eso y su ingenio inventó un alimento maravilloso: el azúcar de colores.
Con mucha prisa, Allops fue con su invento donde grandes mercaderes a convencerlos de sus bondades, y convencidos ellos, contrataron con su creador para luego, emprendiendo una enorme travesía, ir a persuadir asimismo a las gentes de todo el condado de que el azúcar blanca ya era cosa de olvido, porque teniendo a su lado lo que se les ofrecía, solo los grandes tontos continuarían vertiendo azúcar blanca día tras día sobre las infusiones, jugos o cualquier alimento endulzable que les apeteciere.
El azúcar de colores fue un gran triunfo: los niños lo preferían celeste, rosado, amarillo y crema, mientras que las doncellas y caballeros se aprovisionaban con grandes cantidades de azúcar de colores violeta, aguamarina, verde y rojo bermellón. La empresa marchaba bien hasta que, dos meses más tarde, los niños del condado empezaron a mostrar ante sus padres cambios en la piel. A algunos se les notaba con más rubor en el rostro, mientras que otros lo tenían tan azulado que sus padres, espantados, acudieron a los médicos pensando que tenían problemas con la respiración. Recibidas las quejas, Gunther Allops y los mercaderes que habían puesto todos sus peculios en el invento hubieron de demostrar que aquello no era cosa de daño, para lo cual comieron ellos mismos, ante los ojos de todos, helados y pastelillos hechos con el producto, compartiendo el mismo banquete con sus propios hijos, a quienes hicieron tragarse una cantidad inhumana de viandas y chocolatines de azúcar violeta hasta que ya no les cabía más en el cuerpo, debiendo sacar de allí a los pequeños para que no volvieran los dulces sobre la gente, pues si así hubiera sido, todos hubieran pensado que era por causa del azúcar, lo cual hubiera traído grandes males a los que lo vendían.
Para el verano, ya los adultos se habían acostumbrado a ver a sus hijos así, porque los pequeños seguían con su vida de estudios y juegos sin ningún síntoma de mala naturaleza, pero entonces fueron los mismos padres quienes empezaron a cambiar de color, por lo que en medio de gran ruido acudieron a ver nuevamente al inventor y a los mercaderes para clamar por remedio, pero fueron nuevamente apaciguados con largos discursos acerca de lo no ofensivo del producto; es más, fueron prometidos de que bajaría su precio, con lo cual la gran mayoría se sosegó y pudo irse más tranquila a sus casas. Pero luego de esto, Gunther Allops temió que algo malo de veras pasaría, por lo que para salir bien librado, juntó todas sus cosas y huyó a una casa en los campos que se hizo edificar con las miles de coronas ganadas por su invento.
Con el tiempo, la gente empezó a agruparse entre ellos de acuerdo a su matiz. Las mujeres rojas solo aceptaban hombres rojos, los niños amarillos se peleaban de tal forma con los rosados que hubo que segregar los liceos, los partidos políticos tradicionales se disolvieron para transformarse en Partido Verde, Partido Rojo, Partido Aguamarina, Partido Violeta, etcétera. El problema se agravó luego de los comicios para elegir alcaldes, ganados por el Partido Aguamarina, que era el partido favorecido por Su Excelencia el Conde de Lahmkatze. Los miembros del Partido Verde no aceptaron los resultados, llamaron al conde ladrón y otros nombres indignos, lo cual provocó una ola de enfrentamientos entre las fuerzas de choque de ambos grupos, en las cuales se vaciaban unos a otros grandes recipientes llenos de pintura de sus colores distintivos, amén de palazos, empleo de hondas e imprecaciones de todo calibre.
En venganza, los alcaldes aguamarinas lanzaron inmediatamente una serie de decretos discriminatorios, entre los cuales se les prohibía a los verdes sentarse en las bancas de los parques, comprar vino gasificado y acceder a las exhibiciones de marionetas. Ante tales atropellos, los verdes se reunieron inmediatamente en su local partidario y decidieron por unanimidad declarar la insurrección. Así, organizaron milicias, instalaron campamentos y buscaron apoyo en otros colores; pronto llegaron a un acuerdo con los rojos, pero, enterados de ello, los aguamarinas se aliaron con los violetas y todo el mundo empezó a abastecerse de municia cuando súbitamente, a punto de darse la primera batalla, hizo su aparición en la plaza principal del condado nada menos que el mismísimo rey en persona, proveniente de la Comarca Capital, quien se enteró de todo a través de sus espías. Temeroso de que la insurrección se extendiera hacia la corte, había llegado de incógnito al condado, se mostró ante todos los coloreados y habló así para aplacar los ánimos.
— Amadísimos vasallos deste bello condado, amado como ninguno — pronunció —. No os enfrentéis de esta manera tan cruenta por causas no merecedoras. No debéis pagar con las vidas de vuestros vástagos las ofensas ajenas, porque si reflexionáis bien las cosas, os daréis cuenta de que todo esto solo tiene un responsable: el que llevó a vuestros hogares el azúcar de colores.
Un rugido de aclamación provino de la turba allí reunida, la cual inmediatamente tomó el camino más corto hacia la casa de campo de Gunther Allops, provistos de antorchas y hachas, amén de otros implementos adecuados para la destrucción. Apostáronse todos ante la puerta, y tras exigir a gritos la salida del dueño, para ser juzgado por crímenes inenarrables, mas todo lo que imaginativamente le añadieron a su persona, al notar que no había respuesta alguna irrumpieron a la fuerza derribando portones y deshaciendo jardines y ventanas.
Pero nada de justicia pudieron hacer del inventor estas gentes, puesto que la cabeza de Gunter Allops se hallaba inclinada sobre la mesa de su cocina, donde solía tomar desayuno, al lado de una taza de té de Siam, colocada junto a una bandeja colmada de un azúcar que nadie había conocido todavía: una porción enorme y lustrosa, a medio consumir, de azúcar extraordinariamente negra…
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