Doña María Antonia del Carmen Sayritupac, viuda del herrero Arístides Cayari, odiaba las procesiones. Las odiaba desde el día que su hijo, cargador de la venerada Virgen de su pueblo natal, por una mala maniobra del conjunto, cayó bajo el peso de la sagrada imagen, a raíz de lo cual sufrió heridas graves en ambas piernas. Allá, en su pueblo escondido, María Antonia no tenía medios para tratarle adecuadamente las fracturas. Cuando vieron que las heridas eran peores de lo que pensaban, ella y su cuñado, Julián, lo trajeron a Lima, pero ya era tarde: la gangrena había hecho estragos en su organismo y murió, a los 25 años, de una septicemia, en medio de agudos dolores.
La mujer no regresó más a su pueblo. Maldiciendo a las sagradas imágenes, le anunció a Julián que se quedaría a vivir en Lima, cerca de la Plaza Manco Cápac, en el departamento de una pariente lejana, Etelvina, a quien no veía desde los doce años. A esa edad, a María Antonia le dio una extraña fiebre, que la dejó tan maltrecha, que provocó que Etelvina fuera llevada a la capital por sus padres, para evitar ser contagiada. Julián habló largamente con Etelvina, dejando en claro que, por su condición actual, su cuñada no debería caminar por las calles sin compañía, o hacer otros menesteres sola, tras lo cual le dijo que les mandaría dinero todos los meses, se despidió de ambas mujeres y regresó a su tierra.
Cuando llegaban los días de octubre, María Antonia era la única vecina de su cuadra que no iba al centro de la ciudad, siquiera una vez, para saludar al gran Cristo de Pachacamilla, tan venerado por la gente victoriana; prefería quedarse en casa, con el alma agostada por la pena, recordando a su hijo muerto y a su fallecido esposo. Se ponía a hacer pastelillos o cualquier otra cosa que no se relacionara con aquello que odiaba. En noviembre, cuando el humilde Cristo de la parroquia distrital salía en su breve recorrido por las calles aledañas, se deshacía de la vigilancia de Etelvina para cruzar la calle García Naranjo, dejando atrás las factorías y se metía en un pequeño restaurante, ocupando la mesa más alejada de la puerta, donde nadie le decía nada puesto que ya la conocían. Luego de que la pequeña procesión se disolvía, Etelvina iba a buscar a la doña para llevarla de nuevo al edificio, pues sabía perfectamente dónde encontrarla.
Pero llegó un año en que las cosas fueron diferentes. El Arzobispado anunció que el Señor de los Milagros, el que convocaba a multitudes, recorrería la Avenida Grau, tomaría 28 de Julio, pasaría frente al departamento de la mujer y desembocaría en la parroquia local, en horas de la noche. La doña no podría refugiarse más allá de las factorías porque a esa hora el restaurante y todos los locales públicos estarían cerrados. María Antonia, entonces, decidió hacer algo peor. No perdió tiempo y empezó a acumular, en la azotea del edificio, botellas vacías, latas, piedras y hasta un par de sillas rotas, con el evidente propósito de efectuar una maldad desmesurada, algo en lo que no mediría las consecuencias.
Por supuesto, Etelvina estaba al tanto de eso, pero no se atrevió a hacer nada, incapaz de creer que esa mujer famélica, de manos cuarteadas y ojos desprovistos de vivacidad, pudiera maquinar un hecho terrible, diabólico; por las tardes le hablaba de cosas que la distrajeran, salían ambas a saborear una empanada, o a beber algún jugo de piña, pero María Antonia, al ver a los vendedores de estampas, escapularios y turrones acumulándose en los alrededores, difícilmente esbozaba una sonrisa, muy raramente mostraba una emoción, signo inequívoco de tener todo absolutamente planeado.
La noche anterior a la procesión, María Antonia del Carmen soñó con un terremoto devastador. La gente corría atropellándose, despavorida, los niños no encontraban a sus madres, los techos caían como hojas de otoño. Cuando la tierra se quedó, por fin, quieta, cuando el humo levantado empezaba a disiparse dejando ver los escombros, la mujer se fijó en la extraña vestimenta de todos los habitantes de ese lugar, rústica y de otra época. Entonces empezó a caminar, hasta que finalmente vio una pared de adobe con la imagen pintada de un Cristo, pero no intacta sino deshecha, totalmente irreconocible, llorada de inmediato por toda la gente morena que había empezado a congregarse.
Por la mañana, María Antonia se levantó muy tarde. En un quiosco de periódicos, acompañada por su amiga, vio cómo se exaltaba la imagen del Cristo Morado que ahora pasaría frente a su vivienda. Esa noche, en su departamento, se colocó junto a la ventana, esperando la primera señal de la presencia del objetivo de su venganza. Las luces le parecieron cada minuto más débiles, pero finalmente, un destello que indicaba una marejada humana apareció en la avenida, un destello lejano aún pero suficiente para que la mujer se pusiera en alerta.
El Señor avanzaba con su tradicional lentitud, lo cual le dio tiempo a la mujer de leer un diario antes de subir a la azotea y consumar lo planeado. Casi una hora después, cuando ella ya casi estaba por quedarse dormida debido a la larga espera, María Antonia se sobresaltó. Una bombarda había estallado frente a su ventana; al asomarse, la mujer comprobó que la imagen ya estaba muy cerca. Subió a la azotea; al llegar cogió una piedra enorme y, cuando estaba a punto de arrojarla, Etelvina, que la había seguido hasta allí, le cogió el brazo de inmediato.
— ¿Qué ibas a hacer, Antoñita? ¿Te das cuenta de la cantidad de gente que hay abajo?
— Pero, Ete, ¿cómo puedes estar tranquila con toda esa bulla, con esas bombardas, esas trompetas del fin del mundo y todo ese laberinto de…?
Doña Etelvina sacudió a su amiga con ambas manos y la miró con ojos de absoluto asombro, al tiempo que María Antonia se quedaba rígida, respirando rápido, abriendo los ojos de la misma manera.
— ¡Pero, Antoñita! — exclamó Etelvina — ¡Si tú eres sorda desde que te dio esa fiebre, a los doce años!
María Antonia, lentamente, soltó la piedra que aún conservaba en la mano; se apartó de los brazos de la otra mujer, se dirigió al filo de la azotea y empezó a observar aquel fervoroso gentío. Y mientras doña Etelvina salía corriendo de la azotea hacia los departamentos, gritando “milagro” en cada uno de ellos, la otra mujer se quedó allí, muy largo rato, como una estatua viviente, hasta ver cómo la imagen era dejada en la parroquia, en medio de todo el color morado y el olor de todas las cosas que acompañan al culto de quien todo lo puede.
La mujer no durmió esa noche sin sentir ningún cansancio, y no solo eso, sino que cruzó la calle sola en la madrugada y empezó a rezar oraciones que ya creía olvidadas; pero estas no fueron las únicas cosas que habían cambiado en ella, porque la cosa más inimaginable, la más milagrosa, ocurrió de inmediato: esa madrugada, fría en la piel pero cálida en las almas, Doña María Antonia del Carmen Sayritupac, viuda del herrero Arístides Cayari, dejó de odiar para siempre a las procesiones.
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