lunes, 15 de abril de 2013

Biberones (cuento)


(Cuento publicado en la sección "El Dominical" de El Comercio, el día 14 de abril) 

A la enfermera, simple y llanamente, se le metió el diablo y empezó a cambiarles los brazaletes de identificación a los recién nacidos: al niño Lozano le puso el brazalete del niño Rosas, a la niña Bazán el de la niña Bertini, y se fue a su casa, pues ya había terminado su turno. Pero, poco después, se arrepintió y regresó al hospital. Ya era tarde: los críos habían sido recogidos para ser registrados como manda la ley. Así que prefirió tragarse lo que había hecho y rogar a Dios para que el tiempo hiciera su trabajo.
            Veinticinco años después, regresaron sus fantasmas, pero en una forma que ella no hubiera podido imaginar. Un hombre joven tocó a su puerta y, ante la sorpresa de la enfermera, le agradeció haberlo entregado a la familia Lozano, pues sus verdaderos padres, los Rosas, estaban ahora pudriéndose en la cárcel por haberse vendido al dictador que acababa de ser desalojado del poder. Algunos días más tarde, otro hombre, que dijo apellidarse Rosas, fue a ofrecerle un bonito presente — un bouquet de primera calidad — por no haberlo dejado con la familia Lozano, ya que los Rosas hicieron mucho dinero mientras el dictador estaba en el poder, y ahora el visitante se iba a Aruba para disfrutar del sol y las mujeres, al tiempo que preparaba su estrategia para liberar a sus padres presos —según él, víctimas de la represión revanchista de los que ahora usurpaban la palabra democracia —. Esa misma semana, una joven, Sofía Bazán, se apareció en el umbral para decirle a la enfermera que era un ángel del Señor porque, si no fuera por ella, habría terminado en una clínica de rehabilitación luchando contra una adicción a los analgésicos, por no mencionar una terrible anorexia y problemas legales de diversa índole. Y algunos días más tarde, se estacionó frente a la casa de la enfermera una limosina, de la cual bajó la famosa estrella de pop Xiomi Bertini, recién salida de la clínica de rehabilitación, para agradecerle infinitamente que no la hubiera dejado con esa familia de apellido Bazán, que no tenía dónde caerse muerta: ella no podría haber vivido en medio de toda esa miseria, pues era una celebridad y no abandonaría por nada sus casas de veraneo, despidiéndose luego mientras acariciaba a Aldo, su pomerano consentido.
            Entonces, la enfermera concluyó que ya podía estar en paz con su conciencia. El cambio de brazaletes, al final de cuentas, fue lo mejor que pudo haber hecho en su vida, a pesar de que la vida, precisamente, no la trató como ella se merecía. Cierto es que nunca se casó, que todos los novios se le fueron, que hace muchos años, luego de confesar finalmente el incidente del cambio, porque era algo que no la dejaba dormir, fue despedida, su licencia cancelada y a raíz de todo ello todos sus amigos la abandonaron; pero al final resultó que había hecho una buena obra, después de todo. Aunque, claro, siempre tuvo la curiosidad de saber por qué se le metió el diablo aquella noche, veinticinco años atrás. ¿Por qué? Algunas veces, se detenía frente al espejo y se decía, observándose fijamente el rostro, que el motivo de haber actuado así eran las dudas que tenía acerca de su propio origen, así como los problemas que enfrentó al intentar convencer a la gente, durante toda su niñez y adolescencia, de su versión acerca de su nacimiento. Después de todo, era difícil hacer creer a los demás — niños, adolescentes o adultos —, que una niña de cabellos rubios hubiera podido ser engendrada por padres negros…

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