(Cuento publicado en la sección "El Dominical" de El Comercio, el día 14 de abril)
A la
enfermera, simple y llanamente, se le metió el diablo y empezó a cambiarles los
brazaletes de identificación a los recién nacidos: al niño Lozano le puso el
brazalete del niño Rosas, a la niña Bazán el de la niña Bertini, y se fue a su
casa, pues ya había terminado su turno. Pero, poco después, se arrepintió y
regresó al hospital. Ya era tarde: los críos habían sido recogidos para ser
registrados como manda la ley. Así que prefirió tragarse lo que había hecho y rogar
a Dios para que el tiempo hiciera su trabajo.
Veinticinco años después, regresaron
sus fantasmas, pero en una forma que ella no hubiera podido imaginar. Un hombre
joven tocó a su puerta y, ante la sorpresa de la enfermera, le agradeció haberlo
entregado a la familia Lozano, pues sus verdaderos padres, los Rosas, estaban
ahora pudriéndose en la cárcel por haberse vendido al dictador que acababa de
ser desalojado del poder. Algunos días más tarde, otro hombre, que dijo
apellidarse Rosas, fue a ofrecerle un bonito presente — un bouquet de primera
calidad — por no haberlo dejado con la familia Lozano, ya que los Rosas
hicieron mucho dinero mientras el dictador estaba en el poder, y ahora el visitante
se iba a Aruba para disfrutar del sol y las mujeres, al tiempo que preparaba su
estrategia para liberar a sus padres presos —según él, víctimas de la represión
revanchista de los que ahora usurpaban la palabra democracia —. Esa misma
semana, una joven, Sofía Bazán, se apareció en el umbral para decirle a la
enfermera que era un ángel del Señor porque, si no fuera por ella, habría
terminado en una clínica de rehabilitación luchando contra una adicción a los
analgésicos, por no mencionar una terrible anorexia y problemas legales de
diversa índole. Y algunos días más tarde, se estacionó frente a la casa de la
enfermera una limosina, de la cual bajó la famosa estrella de pop Xiomi
Bertini, recién salida de la clínica de rehabilitación, para agradecerle
infinitamente que no la hubiera dejado con esa familia de apellido Bazán, que
no tenía dónde caerse muerta: ella no podría haber vivido en medio de toda esa
miseria, pues era una celebridad y no abandonaría por nada sus casas de
veraneo, despidiéndose luego mientras acariciaba a Aldo, su pomerano
consentido.
Entonces, la enfermera concluyó que
ya podía estar en paz con su conciencia. El cambio de brazaletes, al final de
cuentas, fue lo mejor que pudo haber hecho en su vida, a pesar de que la vida,
precisamente, no la trató como ella se merecía. Cierto es que nunca se casó,
que todos los novios se le fueron, que hace muchos años, luego de confesar finalmente
el incidente del cambio, porque era algo que no la dejaba dormir, fue despedida,
su licencia cancelada y a raíz de todo ello todos sus amigos la abandonaron; pero
al final resultó que había hecho una buena obra, después de todo. Aunque,
claro, siempre tuvo la curiosidad de saber por qué se le metió el diablo aquella
noche, veinticinco años atrás. ¿Por qué? Algunas veces, se detenía frente al
espejo y se decía, observándose fijamente el rostro, que el motivo de haber
actuado así eran las dudas que tenía acerca de su propio origen, así como los
problemas que enfrentó al intentar convencer a la gente, durante toda su niñez
y adolescencia, de su versión acerca de su nacimiento. Después de todo, era
difícil hacer creer a los demás — niños, adolescentes o adultos —, que una niña
de cabellos rubios hubiera podido ser engendrada por padres negros…
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