viernes, 8 de febrero de 2013

Piensa verde (cuento)


Martes (hace tres días).-

Amanecí con ganas enormes de tomar agua. Alguna vez escuché que eso podría estar relacionado con la diabetes, pero en mi último examen rutinario mis niveles de insulina estaban dentro de los límites normales, según mi médico. Pero yo necesitaba mucha agua, por algún motivo. Así que empecé a abastecerme de six-packs y compré un pequeño hervidor para purificar lo que saliera del caño. En el trabajo me recriminaron por haber acabado con la mitad del bidón de agua mineral y casi todos los vasitos de plástico. Pero, luego de una docena de litros, la furia acuífera pareció calmarse. No entiendo por qué, pero esa noche me acosté pensando en cómo se sentiría tomar un baño frío bajo una cascada.

Miércoles.-

Cambié de ruta para ir al trabajo: no pasé por la callecita de siempre, donde los toldos proveen de buena sombra, sino que rodeé por la avenida, donde todo el sol me golpeaba en la cara. Vivo en una de esas ciudades de verano eterno, con temperaturas que hacen muy felices a los vendedores de helados. Por eso adquirí una piel ligeramente bronceada, pero ese día su tonalidad era más que singular. Mis compañeros de trabajo no hacían otra cosa que hablar de mi  aspecto. Me sentí casi obligado a recapitular mis últimas experiencias para encontrar el origen de todo lo que me estaba ocurriendo. No pensé que fuera por haberle puesto la lápida a mi relación con Lisa — la de la falsa sonrisa, según el fronterizo del supervisor, acostumbrado a poner apodos, pero que nunca se entera de los suyos —, ya que dicha relación nunca asomó a ser especial. El problema fue ella misma, desde un principio. Cuando conocí a la morena, ya llevaba en su equipaje una charla desarticulada hasta lo irracional. Pensé que cambiaría con el tiempo, pero le deleitaba hablaba de animes japoneses, ofertas en línea y cosas que hacían insostenibles las ganas de quedarse despierto. Y cuando hablaba de cine, tenía que esforzarme en poner mi mente en otra dimensión para no escucharla decir, por ejemplo, que Dorothy debió quedarse en esa tierra maravillosa de Oz en lugar de regresar a Kansas a rodearse de mierda de caballo, o decir que la coreografía de Gene Kelly en el número “Singing in the Rain” era lo más gay que había visto jamás en una película. Aunque tales excentricidades no deberían sorprender de alguien que coloca las llaves de su casa, con entera confianza, debajo de un duende de porcelana, junto a la puerta. Yo, en cambio, le pido una contraseña a mi habitual repartidor de pizza, aunque este me conoce desde hace seis años.

            Volviendo a mi color de piel, concluí que eso nada tenía que ver con el corazón; por eso traté de arrojar el problema a algún descampado espiritual, donde fuera más fácil especular con su procedencia. Esa noche, poco antes de irme a dormir, volvió la sed.

Jueves.-

Rumbo al trabajo, empecé a caminar pesadamente. Pensé que el problema radicaba en los pies, pues los sentía muy tensos, pero en la oficina comprobé que las piernas estaban poniéndose rígidas. El jefe lo notó y me envió a casa, creyendo que lo mío podría ser alguna pandemia de la cual él no quería ser parte. Tardé mucho en llegar de nuevo a casa. Abrí la puerta, pero no pude encender las luces. Encontré a tientas el bar y, cavilando, pensé que la causa de todo debía estar en el hecho de vivir sin familia. Sin esposa, sin hijos, sin nada. Pero yo nunca le había prestado atención a eso, ni siquiera en las fiestas de cumpleaños a las que me invitaban mis compañeros casados. A mis padres no los veo desde hace doce años. Si ellos prefirieron siempre a mi hermano, que no me culpen… yo tenía que estar al lado de gente que comprendiera mis aficiones. Cuando se enteraron de que gastaba mi sueldo en antiguas y valiosas marionetas, me calificaron de inapto definitivo para manejar mis finanzas, actuando como si me fueran a desheredar de una fortuna que nunca tuvieron. Ese mismo día decidí emigrar. En el autobús que me sacaba del hogar paterno, empecé a pensar que, si estuviéramos en el siglo XIX, me hubiera subido a un barco para enrolarme con una caterva de piratas hediondos, pero deseché la idea porque seguramente me hubieran hecho caminar por la tabla al enterarse de lo que coleccionaba. Al final de cuentas, dejé mi afición y alquilé esta casa, lejos de mis padres. Lejos de cualquier cosa que yo conocí, en realidad: el puerto desordenado, las plazuelas descuidadas, la autopista que solía ser cruzada de noche por suicidas involuntarios.
No pude tomar nada del bar: tanto el Jack Daniels como el Absolut me sabían a rayos. Ya no me quedaba agua potable. La manguera del jardín estaba allí, esperando, pues era día de regadío. Me acerqué a ella, y comprobé que la rigidez de las extremidades desaparecía cuando me inclinaba a recogerla para refrescar los árboles y los arbustos. Cuando terminé, salí del jardín y regresó el malestar. Por eso entré de nuevo, donde me sentía mejor, y extendí los brazos, lo cual me hizo sentir mejor aún. Allí, finalmente, y tras quedar inmóvil, supe que había hallado una familia.

Hoy.-

Siempre pensé que el cielo era un objeto monótono, pero es más voluble de lo que siempre creí. Las nubes son grandes escultoras de sí mismas. Ahora sé que no solo existen instrumentos de viento, sino que el viento es un instrumento por sí mismo. Hay aves, cuyos nombres desconozco, que emiten un perfecto acompañamiento. Si en este lugar los músicos son increíbles, el bosque debe ser una sinfónica. Ya no siento sed, tampoco hambre, y eso tiene que ser bueno. Todo aquí huele diferente a cualquier cosa que haya percibido jamás. Hasta los colores me parecen sumamente extraños, pero agradables. Lo que no entiendo es cómo puedo ver sin ojos, o escuchar sin oídos, pero eso no me preocupa. Eso sí: extraño un poco a Lisa, con todo y la tonta charla de alguien que nunca apreció el buen cine; incluso soportaría que bromeara acerca de mi nueva apariencia.
He esperado el día entero a que alguien venga a regarme. De paso, también a mis nuevos hermanos. Pero no ha venido nadie: tal vez ya me hayan dado por desaparecido. No importa. Es una experiencia única ver pasar las horas sin tener que inquietarme más por el mañana, sabiendo que viviré de cien años siendo testigo excepcional de lo que ocurre en otro reino. Es más, agradezco estar aquí, bajo el aire fresco, donde el mundo, siendo ahora más simple, me parece hermoso como nunca.

(De "Boulevard de Pequeños Incendios", inédito, Reg. Indecopi 00144-2010-ODA)

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