La divorciada se pasaba los minutos, las horas y los días de ventana en ventana, haciendo a un lado cortina tras cortina, solo para darle trabajo a sus ojos cazadores, que jamás aprendieron a quedarse quietos. Silenciosamente, todos los acontecimientos de San Erasmo, desde su fundación, pasaron por sus retinas, lenta pero ordenadamente, como mandan las leyes del tiempo: la puesta de la primera piedra del colegio donde su hija terminó la secundaria, los planes del tendero chino para defraudar a su socio, el lamentable accidente donde el perro de don Javier perdió una pata. Las noticias siempre iban a parar, como algún cántico insoslayable, a oídos de su vecina, Juana la del veintiséis, y raudamente se reunían ambas para hacer y deshacer por el pueblo con las nuevas recibidas. Los reproches de Cristina, hija de la divorciada, hacia su madre eran débiles cuando provenían de una niña; pero ahora, convertida en una señorita y con un trabajo de dealer en un casino, podía la joven tomarse el atrevimiento de hablarle más fuerte.
— Me tienes harta, madre. Todos los vecinos te odian. A ti y a tu comadre Juana. Casi desde que tengo memoria, las odian a las dos.
Pero la doña seguía en sus trece. Que el portero del cine Paladio tiene encuentros con la hija del acomodador. Que las hermanastras Azcueta le roban la mercadería al jefe. Que el lunes se muda el japonés antes de que le alcance la policía. Y la gente de San Erasmo también en lo suyo: la vieja de la casita azul es una maldita soplona, la vieja y su comadre están hechas ambas de la misma escoria.
Un lunes, la divorciada hizo a un lado por milésima vez, con dedos casi invisibles, las cortinas de la ventana principal, dejando un resquicio lo suficientemente grande para que uno de su irises, agrisado por la edad, se dirigiera hacia el jirón. Allí, en la vereda opuesta, junto a una casa de concreto, larga y firme, un grupo de hombres había traído ladrillos; otro grupo, cemento, reglas, escaleras. “Van a levantar un segundo piso”, pensó de inmediato. Días después, el ruido de los trabajos detonó. La ventana de la doña vibraba con cada andanada. “Van a vender oficinas, va a venir mucha gente y ya no habrá tranquilidad”, le decía a Juana la del veintiséis. “Seguro que no tienen licencia de construcción”. Y Juana la del veintiséis que se afanaba en ir a la alcaldía, que hablaba con el dueño del diario local, que telefoneaba a la radio. Y Cristina, que había cambiado su empleo en el casino por otro más rentable, trataba inútilmente de aplacarlas, en compañía de su pareja, Andrés. Hasta que la situación ya no dio para más.
— Cada vez que salgo los obreros me gritan cosas. Ya no puedo vivir aquí, madre. Me quedo en casa de Andrés. Adiós.
La hija, sin llevarse nada con ella, se dirigió hacia la puerta. Luego de casi veinte años de vivir con su madre, le ofreció tan solo una fría frase como despedida:
— Te mandaré dinero todas las semanas.
Y salió, cogida del brazo izquierdo de su hombre. La madre acompañó con la mirada, desde la ventana que daba hacia el jirón, el fulgor casi apagado de los faros posteriores de un vehículo negro, donde se le iba el ser al que hacía tanto tiempo le dio de beber amorosamente de su pecho.
Ese mismo invierno la obra se paralizó. El periódico hablaba de un problema de licencia municipal. Los obreros empezaron a lanzar cosas a las ventanas de la morada azul, rompieron un vidrio que la mujer se apresuró a reparar, varios hombres fueron arrestados. Hasta que un día, cuando la primavera empezaba a estimular las corolas y las nubes dejaban, finalmente, de levantar agua sobre la ciudad, Juana la del veintiséis desapareció. Nadie dijo saber algo de ella; además, a nadie le importaba. La divorciada lloró como no lo hizo cuando partió su heredera. Cuando quiso irrumpir en el departamento de Juana, los vecinos no se lo permitieron; ese mismo día unos uniformados tapiaron la puerta, colocando asimismo señales de advertencia. La mujer recorrió los lugares donde acostumbraba charlar con su amiga, las bancas donde compartían las intimidades ajenas, visitó el pequeño río debajo del puente donde pudiera haberse caído y ahogado. Nada. Luego de diez días de caminatas inútiles, se enclaustró en la morada azul, cerró todas las cortinas y se dedicó a rezar.
Enterada Cristina, trató de consolarla mandándole regalos; le hizo instalar una cocina nueva, pero su madre se negó a cocinar; le puso un televisor nuevo, pero la doña jamás lo encendía. Cristina siguió mandándole cosas: la casa empezó a llenarse de adornos, vestidos, confites, revistas, pero la mujer siguió honrando la memoria de su comadre, sin volver a acercarse a las ventanas, sin responder al timbre o al teléfono, sin encender la radio ni comprar el periódico. A duras penas abría la puerta para recibir al cartero con el sobre semanal de su hija, o el alimento que le dejaba un tendero desinteresado. Afuera, la construcción volvió a iniciarse, el segundo piso fue terminado, pero nada de esto observó la mujer por no atreverse a tocar las telas que sus dedos expertos manipularon durante lustros enteros.
La víspera de Navidad, finalmente, no pudo cerrarle el paso a Cristina, para recibir un saludo filial que quizás tardaría mucho en volver a producirse.
— Ahora debo irme, mamá. Esta noche también tengo que trabajar.
Cristina le dejó un gran bizcocho y algo de chocolate. La dulzura de ambos la hizo volver la mente hacia imágenes que pudo reconocer, le desató memorias que creía por siempre vencidas, perpetuamente allanadas. Hicieron eco voces infantiles, risas, bendiciones, llantos. Súbitamente, sentimientos maternales afloraron deprisa. Emociones. Reminiscencias. Estaba curada.
Y por primera vez en meses, dejando su rincón de oraciones, se atrevió a tocar tímidamente las cortinas de la ventana principal, para ver a su hija, ataviada con minifalda roja y tacos finos, entrar del brazo de alguien que no era Andrés, quien la vigilaba de cerca, al edificio terminado, cuyo segundo piso se hallaba coronado por un letrero imponente que rezaba, con estrépito de neones, un nombre más que sugestivo.
— Me tienes harta, madre. Todos los vecinos te odian. A ti y a tu comadre Juana. Casi desde que tengo memoria, las odian a las dos.
Pero la doña seguía en sus trece. Que el portero del cine Paladio tiene encuentros con la hija del acomodador. Que las hermanastras Azcueta le roban la mercadería al jefe. Que el lunes se muda el japonés antes de que le alcance la policía. Y la gente de San Erasmo también en lo suyo: la vieja de la casita azul es una maldita soplona, la vieja y su comadre están hechas ambas de la misma escoria.
Un lunes, la divorciada hizo a un lado por milésima vez, con dedos casi invisibles, las cortinas de la ventana principal, dejando un resquicio lo suficientemente grande para que uno de su irises, agrisado por la edad, se dirigiera hacia el jirón. Allí, en la vereda opuesta, junto a una casa de concreto, larga y firme, un grupo de hombres había traído ladrillos; otro grupo, cemento, reglas, escaleras. “Van a levantar un segundo piso”, pensó de inmediato. Días después, el ruido de los trabajos detonó. La ventana de la doña vibraba con cada andanada. “Van a vender oficinas, va a venir mucha gente y ya no habrá tranquilidad”, le decía a Juana la del veintiséis. “Seguro que no tienen licencia de construcción”. Y Juana la del veintiséis que se afanaba en ir a la alcaldía, que hablaba con el dueño del diario local, que telefoneaba a la radio. Y Cristina, que había cambiado su empleo en el casino por otro más rentable, trataba inútilmente de aplacarlas, en compañía de su pareja, Andrés. Hasta que la situación ya no dio para más.
— Cada vez que salgo los obreros me gritan cosas. Ya no puedo vivir aquí, madre. Me quedo en casa de Andrés. Adiós.
La hija, sin llevarse nada con ella, se dirigió hacia la puerta. Luego de casi veinte años de vivir con su madre, le ofreció tan solo una fría frase como despedida:
— Te mandaré dinero todas las semanas.
Y salió, cogida del brazo izquierdo de su hombre. La madre acompañó con la mirada, desde la ventana que daba hacia el jirón, el fulgor casi apagado de los faros posteriores de un vehículo negro, donde se le iba el ser al que hacía tanto tiempo le dio de beber amorosamente de su pecho.
Ese mismo invierno la obra se paralizó. El periódico hablaba de un problema de licencia municipal. Los obreros empezaron a lanzar cosas a las ventanas de la morada azul, rompieron un vidrio que la mujer se apresuró a reparar, varios hombres fueron arrestados. Hasta que un día, cuando la primavera empezaba a estimular las corolas y las nubes dejaban, finalmente, de levantar agua sobre la ciudad, Juana la del veintiséis desapareció. Nadie dijo saber algo de ella; además, a nadie le importaba. La divorciada lloró como no lo hizo cuando partió su heredera. Cuando quiso irrumpir en el departamento de Juana, los vecinos no se lo permitieron; ese mismo día unos uniformados tapiaron la puerta, colocando asimismo señales de advertencia. La mujer recorrió los lugares donde acostumbraba charlar con su amiga, las bancas donde compartían las intimidades ajenas, visitó el pequeño río debajo del puente donde pudiera haberse caído y ahogado. Nada. Luego de diez días de caminatas inútiles, se enclaustró en la morada azul, cerró todas las cortinas y se dedicó a rezar.
Enterada Cristina, trató de consolarla mandándole regalos; le hizo instalar una cocina nueva, pero su madre se negó a cocinar; le puso un televisor nuevo, pero la doña jamás lo encendía. Cristina siguió mandándole cosas: la casa empezó a llenarse de adornos, vestidos, confites, revistas, pero la mujer siguió honrando la memoria de su comadre, sin volver a acercarse a las ventanas, sin responder al timbre o al teléfono, sin encender la radio ni comprar el periódico. A duras penas abría la puerta para recibir al cartero con el sobre semanal de su hija, o el alimento que le dejaba un tendero desinteresado. Afuera, la construcción volvió a iniciarse, el segundo piso fue terminado, pero nada de esto observó la mujer por no atreverse a tocar las telas que sus dedos expertos manipularon durante lustros enteros.
La víspera de Navidad, finalmente, no pudo cerrarle el paso a Cristina, para recibir un saludo filial que quizás tardaría mucho en volver a producirse.
— Ahora debo irme, mamá. Esta noche también tengo que trabajar.
Cristina le dejó un gran bizcocho y algo de chocolate. La dulzura de ambos la hizo volver la mente hacia imágenes que pudo reconocer, le desató memorias que creía por siempre vencidas, perpetuamente allanadas. Hicieron eco voces infantiles, risas, bendiciones, llantos. Súbitamente, sentimientos maternales afloraron deprisa. Emociones. Reminiscencias. Estaba curada.
Y por primera vez en meses, dejando su rincón de oraciones, se atrevió a tocar tímidamente las cortinas de la ventana principal, para ver a su hija, ataviada con minifalda roja y tacos finos, entrar del brazo de alguien que no era Andrés, quien la vigilaba de cerca, al edificio terminado, cuyo segundo piso se hallaba coronado por un letrero imponente que rezaba, con estrépito de neones, un nombre más que sugestivo.
Tomado de "Boulevard de Pequeños Incendios" (2009)
Imagen: "Woman at a Window" de Gaspar Friedrich
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