No es que tenga alguna afición particular por el número 4, pero, cuando me pongo a escribir pequeñas historias bajo un tema, las agrupo así. Esta es el primero de una tétrada de pequeños relatos referidos al tema de lo rural (aunque de naturaleza fantástica, como la mayoría de las cosas que hago). El grupo de cuentos breves se titula simplemente "Cuatro historias pueblerinas".
Saltanubes
Saltanubes
era una ciudad poblada por inconformes, rutinólogos y buscadores fracasados de
la Fuente de la Juventud, pero una urbe relativamente despreocupada, aunque sea
dudoso colocar eso como un mérito. A decir verdad, se desenvolvía dentro del
promedio, hasta que llegó a sus linderos la fábrica de perchas “La Lavandera”.
A raíz de una furiosa arremetida de las importaciones de ropa en distintas
comarcas vecinas, la demanda de perchas había crecido un 300 por ciento, de
modo que la fábrica, una vez instalada, empezó a reclutar gente mediante
anuncios en los que se ofrecía sueldos diez veces superiores al mínimo de la
localidad. Rápidamente, todos los desempleados, incluyendo aspirantes a
políticos, poetas, músicos callejeros, etc., empezaron a hacer fila frente al
local, pero tuvieron que lidiar, incluso a golpes, con bibliotecarios,
entomólogos, traductores de griego y demás especímenes que nunca pudieron hacer
buen uso de su profesión, por falta de empleadores. Mientras que esto sucedía,
la gerencia de la fábrica anunciaba que la demanda del producto aumentó,
súbitamente, un 400 por ciento más, por lo cual los sueldos serían
incrementados otro tanto y empezarían a aceptar a todos los quisieran
integrarse a la planilla. El resultado fue que pronto los profesionales con
ocupación conocida empezaron a hacer perchas y todos felices con la nueva
remuneración.
Pronto la situación se tornó
abrumadora para Saltanubes. Puesto que no había policías disponibles, porque se
habían ido casi todos a fabricar las perchas, los criminales empezaron a hacer
de las suyas con los sueldos ajenos, pero tuvieron que huir de la ciudad a
causa de la reacción inmediata de la población, que empezó a ejecutarlos en la
plaza pública ya que no habían jueces ni abogados a quienes acudir, puesto que
todos se habían integrado a la planilla de “La Lavandera”. Asimismo, la gente
tenía que recorrer largas distancias para conseguir alimentos, ya que los
mercados habían sido destruidos a manos del pueblo, en protesta por la
variación de precios impuesta unilateralmente por los comerciantes, tras la
cual un kilo de pan pasó a costar lo mismo que un televisor y un litro de leche
lo que valía una cocina a gas. Cabe decir que los consumidores tuvieron que
aceptar, por otro lado, el aumento de la gasolina, puesto que solo había una
persona autorizada por Hidrocarburos para traer el combustible y lo necesitaban
para llenar los tanques de los vehículos, en los cuales iban a traer la comida
desde los pueblos cercanos.
Pronto reinó la desconfianza entre
los pobladores, pues tenían que guardar su dinero debajo de la almohada, debido
a que el gerente y empleados bancarios habían pasado a integrar las filas de
“La Lavandera”, por lo que no era de sorprender que muchos durmieran con un
rifle bajo el brazo. Asimismo, se canceló el transporte público por falta de
choferes, lo cual obligó a cambiar el horario de la vida de gran parte de la
población, que debió levantarse más temprano para ir a pie al trabajo.
Como los sepultureros se hallaban
todos fabricando las perchas, los criminales antes mencionados, así como
cualquier otra persona que falleciera, hubieron de ser inhumados por sus
parientes en cualquier terreno baldío; pero el problema mayor era la basura:
tenía que dejarse acumulada para ser llevada en camiones alquilados fuera del
pueblo, que solo venían una vez por semana. La gente no tenía forma de
enterarse de las últimas noticias, porque los medios de comunicación dejaron de
transmitir, ya que los reporteros, locutores y entrevistadores estaban
laborando en la fábrica; asimismo, los diarios cerraron por falta de hombres de
prensa, lo mismo que la oficina postal. La gente no sabía qué hacer con sus
televisores recién adquiridos o equipos de sonido porque los empleados de radio
y televisión se hallaban todos haciendo las perchas, debiendo los saltanubinos
contentarse con ver películas compradas afuera o escuchar discos que empezaban
a sonar cada día más monótonos.
Debido a la falta de empleados de
limpieza pública, la gente empezó a enfermarse por la acumulación de basura y,
como ya no había médicos ejerciendo, muchas familias empezaron a mudarse.
Enterados de sus grandes ingresos, los bancos de otros poblados les prestaron
dinero para que compraran caras mansiones, con lo cual Saltanubes empezó a
despoblarse, o mejor dicho, vaciarse literalmente. Los vehículos de mudanza
hicieron estragos en el tránsito, pero al final casi todo el mundo vendió sus
propiedades y se largó de allí. Pero fue también entonces cuando llegó la noticia
de que la fábrica “La Lavandera” cerraba sus puertas debido a una epidemia de
carbunco que mató a todas las ovejas, de las cuales provenía la lana para
fabricar los trajes que hacían necesarias las perchas. Los saltanubinos no
pudieron pagar las deudas a los bancos, que les embargaron las mansiones. Al
final, todos hubieron de vender sus artículos de lujo, a una parte ínfima de su
precio, en ferias para poder subsistir, para finalmente terminar buscando
trabajo de lo que sea en casas ajenas, puesto que su antiguo pueblo ya estaba
completamente adquirido por otras personas.
Poco después de esto, el dueño de un
surtidor de combustible, que decía provenir de Saltanubes, publicaba un libro
sobre cómo se hizo millonario a costa de una sarta de tontos imprevisores, el
cual tituló: “Cómo convertí la gasolina en oro”, en edición limitada.
Actualmente suele dictar conferencias, siendo escuchado, en cada una de sus
alocuciones, por una nube de empresarios.
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