jueves, 22 de diciembre de 2011

Vermouth (Cuento)

Tercer Puesto - Concurso "El cuento de las 1000 palabras" (Revista "Caretas" - 2008)

Era oscuro, pero era el mar. Un bote a vapor y la música de Mahler clareaban las olas, mientras el silencio imperfecto de la sala se complacía en humedecer, transformándose en lenguas frescas e invisibles, las columnas del teatro San Martín. A seis butacas de distancia, a mi derecha, se expandía un murmullo ahogado en medio de la luz rojiza de un cigarrillo. La pantalla, entretanto, me invitaba a dejar el asiento incómodo, ofreciéndome en su lugar un sitio de veraneo de belleza anacrónica. Recuerdo haber experimentado un cambio enorme en la temperatura de mis manos. Mis sentidos y mis apetitos se habían rebelado contra mi razón, al tiempo que la brillantez artificial del ecran reclamaba mis pasos. Luego de una resistencia insana, hube de irrumpir en donde se me pedía, aunque sin necesitar moverme de lo más alto del mezzanine.

— Espero que disfrute su estancia — le deseaba un criado a un hombre de bigote oscuro —. Que la habitación sea de su agrado, señor.

El huésped abrió las ventanas para disfrutar de la vista oceánica, la cual debió haberle costado un buen fajo. Yo había pagado unos míseros soles a cambio de un boletito de color verde, mas disfrutaba también del mismo panorama. “Grand Hotel des Bains”, las carpas, la arena quemante. Cuando él salió de la habitación, toqué las paredes, acaricié la madera fina de la mesa de noche. Pensé en bajar hacia el salón principal, desde el cual un bullicio ligero, casi clandestino, se abría paso hacia las escasas parejas que observaban la escena — esa noche la alfombra casi no había sido pisada, y lo único que manchaba su granate descolorido eran las cenizas del cigarrillo de la luz rojiza —. Dudé en bajar al salón. Me faltaba algo, acaso. Sentía como si un puente humano fuese necesario para hacerme presente entre las columnas que acogían a los veraneantes. Ninguna duda hubo, en cambio, en adentrarme en la neblina que abrazaba levemente, bañándola de tristeza, la Avenida Colmena.

La calle se mostraba terriblemente fría. No había estrella alguna y los sonidos monótonos del tránsito se recostaban sobre la pista de doble sentido. Mi reloj insistía en decir que era temprano. Frente a la sombra que proyectaba un farol enmohecido, una mujer de labios oscuros estrujaba un bolso gris. Yo le hablé.

— ¿Un salón sembrado de mesas, champagne, entremeses…? ¿Allí adentro? Usted está loco — me dijo.

No vi por dónde ni recuerdo exactamente cuándo se alejó de mí. Entré al Bransa, consumí media botella de algo y me dirigí de nuevo hacia la sala. Introduje la mano al bolsillo derecho, del cual extraje pacientemente mi contraseña de ingreso. La sensación de necesaria compañía, después de todo, había retrocedido hasta desaparecer por completo de mi pecho.

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El salón principal se descubrió ante mí en forma amplia. Sentado sobre una silla marfilina, el huésped miraba con insistencia el semblante de un muchacho rubio y muy pulcro. Viré la mirada y me quedé prendado de una mujer ojiverde extraordinariamente delicada, de modos auténticamente apacibles, sin el fingido refinamiento sugerido por los manuales de buenas maneras. El resto de la tertulia parecía haberse hermetizado: de pronto solo éramos ella y yo, materializados por la secuencia de pequeños arcoírises en forma de pensamientos que viajaban a través de lo oscuro hacia la pantalla. Nuestra afinidad parecía traducirse tanto en la coincidencia de nuestras edades como en la palidez de nuestros rostros. Me acerqué a ella, pero al llegar hasta su mesa me disolví como una escena ya terminada. Anochecí en una terraza, asaltado por el canto súbito de unos juglares que se interponían entre el huésped y el joven rubio. La mujer lucía ahora sombrero de plumas y mirada desinteresada, como casi todas las miradas femeninas allí.

— ¿Se quedará todo el verano? — le pregunté, por fin.

— Usted no parece haber sido invitado — me respondió.

Aquello fue suficiente para que todos los concurrentes me observaran con sospecha. Igualmente, provocó que todos desaparecieran excepto el huésped, quien lucía conmocionado por las noticias sobre una peste inminente. Comprendí que debía dejar la escena de inmediato y salí, rumbo a la Colmena, buscando algo caliente para sobrellevar el resto de la noche.

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La soledad era inhóspita y el hombre, definitivamente, moría. Lo supe porque ya no había pausa alguna entre sus sollozos, porque el sudor que empapaba su cuerpo se había apoderado de su habla. Me dirigí hacia la playa para observar la última escena. Bajo la vigilancia del sol

pertinaz que acompañaba a Mahler, el cuerpo largo del joven, observando las gotitas de luz que aparecían y desaparecían intermitentemente sobre el océano, como lentejuelas cosidas sobre un vestido de zafiro y nácar, se disolvía entre sombras monocromas. A medida que el moribundo iba dejando su último rastro terrenal sobre la grava finísima de los Baños, las notas del adagio conformaban un hermoso y ordenado cortejo.

Entonces comprendí que ya no podría regresar a mi butaca, ni a ningún otro lado. Conservaba mi cuerpo, pero no mis memorias, y por ello había perdido también mi nombre. Intenté ir tras el joven en busca de respuestas, pero un extraño, que me pareció haber visto la noche de los juglares, me sujetó suavemente el hombro, impidiéndome avanzar.

— Qué belleza la de ese muchacho, ¿verdad? — me dijo, con la mirada puesta en la ribera —. Ese director italiano hizo una elección perfecta.

— Usted… ¿también está obligado a quedarse aquí? — pregunté yo, aturdido.

— Podría decirse que sí — respondió el hombre, tranquilamente, dejando flotar en el aire un inconfundible acento alemán —. Mi nombre es Thomas, ¿y el suyo?

— Acabo de notar que no lo tengo.

— No se preocupe. Yo crearé uno para usted. Y quizás también una historia; dígame, ¿le agradan las historias acerca de sanatorios…?

Estuve a punto de decirle que no, pero cuando me vi abandonando las tierras planas, montado en un ferrocarril ruidoso rumbo a las montañas, me di cuenta de que ya no había marcha atrás.

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