lunes, 14 de febrero de 2011

La noche en que casi murieron los Grammys

No había espectáculo anual que me gustara más en mi adolescencia que la noche de los Grammys. Las premiaciones de 1978, (con el desaparecido John Denver como maestro de ceremonias) 80 (Paul Simon ocupando el puesto de John Denver) y la victoria de Christopher Cross, la del 84... hasta que algo empezó a flaquear.
En la edición correspondiente a 1989 ocurrió el fraude de Milli Vanilli, en los 90s la música popular empezó a decaer. En 1994, los Grammy Awards tocaron fondo al premiar al soundtrack de "The Bodyguard" como Album del Año. En qué cabeza cabe que esa peste, condecorada por la revista Rolling Stone como peor álbum de ese año, puede estar por encima de discos  excepcionales como "Ten Summoner's Tales" de Sting y "Sign O' the Times" de Prince. Allí dejé de ver la ceremonia por mucho tiempo. Había tenido suficiente.
Ayer, sin embargo, decidí distraerme de nuevo viendo el espectáculo. Esto, a pesar de las enormes consideraciones mostradas hacia ese engendro mediático llamado Justin Bieber, con dos nominaciones gracias al lobby de las grandes disqueras. Todo se veía listo: el mocoso apadrinado por Usher debía ser mejor nuevo artista, premio que antes era el primero en entregarse, pero que ahora lo dejan para la mitad de la ceremonia.
El espectáculo no estaba mal, a pesar del "Born This Way" de Lady Gaga, que no me parece sino un plagio descarado del "Express Yourself" de Madonna. Entonces ocurrió el momento temido de la noche: apareció en el escenario el chupo de Selena Gomez, el canadiense Justin Drew Bieber, acompañado por el hijo de Will Smith, rebajando la noche al nivel de los Kid's Choice Awards, para terminar su dúo de imberbes con una pose de faites de kindergarten que haría desternillarse de risa a un cataléptico. Definitivamente, esa sería la última vez que vería un espectáculo que hacía muchos años disfrutaba como ninguno, pero que parecía haber pasado a mejor vida (o a peor vida, para hablar más apropiadamente).
Pero entonces ocurrió lo impensable. El premio a mejor nuevo artista se lo dieron a la bajista de jazz Esperanza Spalding. Un grupo de jurados le había dicho no al lobbysmo, habían mostrado que todavía quedan hombres probos en el área de las premiaciones musicales. La reacción de las fans fue la esperada: atacaron la página de Wikipedia referida a la jazzista, llenando de insultos a la ganadora. Pero, qué se podía esperar de ellas, si para ser fan de Justin Bieber hay que graduarse primero en inmadurez.
Eso fue todo. Terminado el espectáculo, quedé con la impresión de que los premios Grammy, moralmente, se habían salvado con lo justo. Que habían sobrevivido a lo que podría haber sido su cremación. Tras haberlos yo condenado, me dieron una razón fresca para verlos de nuevo el año que viene.

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